La Elegida Olvidada del Sol
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Capítulo 2

Los días que siguieron a mi repudio público fueron un descenso calculado al infierno.

La noticia de mi desgracia se extendió por la capital como una plaga, susurrada en los mercados, proclamada por los pregoneros del palacio.

Me convertí en "la Farsante" , "la Mujer Abandonada por el Sol" .

Los niños me señalaban en los pasillos del palacio, los sirvientes que antes inclinaban la cabeza ahora me miraban con desprecio o, peor aún, con una lástima burlona.

Fue una humillación constante, orquestada con maestría por Citlali y permitida con cruel indiferencia por Itzcóatl.

Un día, mientras cruzaba el patio principal, Itzcóatl pasaba con su séquito.

Se detuvo deliberadamente, su mirada recorriéndome de pies a cabeza como si fuera un bicho.

"Miren" , dijo en voz alta para que todos lo oyeran. "La mujer que habla con los dioses, ahora ni siquiera puede mantener la cabeza en alto" .

Una oleada de risas crueles lo rodeó.

Me quedé quieta, obligándome a no reaccionar, a no darle la satisfacción de ver mi dolor.

Simplemente incliné la cabeza y esperé a que pasara.

Mi silencio pareció irritarlo más que cualquier respuesta.

Mis aposentos, que antes eran cuidados con esmero, cayeron en el abandono.

El polvo se acumulaba en los muebles, las flores frescas fueron reemplazadas por jarrones vacíos, y las antorchas a menudo se dejaban sin encender, sumergiéndome en una oscuridad fría y húmeda por las noches.

Sabía que eran órdenes directas de Citlali, pequeñas crueldades diseñadas para romper mi espíritu.

La comida se convirtió en otra forma de tortura.

En lugar de los platos preparados para la nobleza, me traían las sobras frías de la cocina de los sirvientes, a menudo servidas en cuencos de barro agrietados.

Una noche, la sirvienta, una joven que solía admirarme, dejó la bandeja en el suelo con un ruido sordo.

Dentro había un trozo de pan duro y un guiso aguado con trozos de carne de dudosa procedencia.

El olor era nauseabundo.

"Es lo que come la gente como tú" , dijo con una mueca de desprecio antes de marcharse.

El hambre me roía las entrañas, pero la humillación era peor.

Me comí el pan duro, obligándome a tragar cada bocado seco mientras las lágrimas de rabia amenazaban con brotar.

No lloraría, no les daría ese gusto.

El punto de quiebre llegó una tarde.

Estaba en los jardines del palacio, el único lugar donde podía encontrar un poco de paz, cuando Citlali apareció, vestida con una túnica resplandeciente y joyas que alguna vez me pertenecieron.

"Pobre Xochitl" , dijo, su voz goteando falsa compasión. "Te ves tan... perdida, tan sola" .

No respondí, simplemente seguí mirando las flores.

"Sabes, el Emperador está planeando un gran festival en mi honor" , continuó, acercándose. "Dice que mi sonrisa es el verdadero sol que ilumina el imperio" .

Se detuvo justo a mi lado, su perfume floral invadiendo mi espacio.

"Es una pena que no puedas asistir, pero supongo que alguien tiene que limpiar las cenizas de los altares" .

En ese momento, fingió tropezar con una raíz y se lanzó hacia mí, su cuerpo chocando contra el mío.

Luego, se desplomó en el suelo, soltando un grito agudo y lastimero.

"¡Ay! ¡Mi brazo!" , gritó, agarrándose la muñeca como si estuviera rota. "¡Me ha empujado! ¡Xochitl me ha atacado!" .

Todo sucedió en un instante, una obra de teatro perfectamente ejecutada.

Justo en ese momento, como si hubiera sido invocado, Itzcóatl apareció corriendo desde el otro lado del jardín, su rostro una máscara de furia.

"¡Citlali!" , gritó, corriendo hacia ella y apartándome de un empujón violento que me hizo caer al suelo.

Él la levantó en sus brazos, acunándola como si fuera una frágil muñeca de porcelana.

"¿Qué te ha hecho esta víbora?" .

"Mi señor... yo solo quería hablar con ella" , sollozó Citlali, escondiendo su rostro en su pecho. "Y ella... ella me dijo que yo te había robado tu lugar y me empujó con todas sus fuerzas" .

Itzcóatl ni siquiera me miró, su juicio ya estaba dictado.

Su rabia era un huracán, ciega y destructiva.

"¡Guardias!" , rugió.

Dos guardias aparecieron al instante, sus rostros impasibles.

"Llévense a esta mujer, ya he tolerado demasiado su insolencia" .

Me levantaron bruscamente del suelo, sus manos como garras de hierro en mis brazos.

"Y para su castigo..." , continuó Itzcóatl, su voz goteando veneno mientras acariciaba el cabello de Citlali. "Sé que le teme a la oscuridad y a los espacios cerrados, sé que odia el silencio del subsuelo" .

Mi corazón se detuvo.

Lo sabía por mi vida pasada. En un momento de debilidad, se lo había confesado, creyendo que compartía un secreto con mi futuro esposo.

Ahora, usaba mi mayor miedo como un arma.

"Enciérrenla en la fosa de las serpientes, que pase la noche con las únicas criaturas tan rastreras como ella" .

El pánico, frío y paralizante, me recorrió.

La fosa de las serpientes era un pozo profundo y oscuro bajo el palacio, un lugar usado para ejecuciones, donde se arrojaban serpientes venenosas.

Era una sentencia de muerte, una muerte lenta y aterradora.

Mientras me arrastraban, vi la sonrisa de triunfo en el rostro de Citlali por encima del hombro de Itzcóatl.

Me arrojaron a la oscuridad sin miramientos.

La caída pareció durar una eternidad, y aterricé con un golpe seco sobre un suelo húmedo y blando.

La oscuridad era total, el aire viciado y frío.

Y entonces lo oí.

El siseo.

Por todas partes a mi alrededor, el sonido de cuerpos escamosos deslizándose en la oscuridad.

El terror puro, infantil, que había reprimido durante tanto tiempo, finalmente me inundó.

Me acurruqué contra la pared de piedra, temblando incontrolablemente, cada siseo un latido de mi propia muerte inminente.

Pero en medio de ese terror abrumador, algo más comenzó a crecer.

Una rabia.

Una rabia tan caliente y pura que quemaba el miedo.

Ellos me habían hecho esto.

Me habían quitado mi nombre, mi honor, mi familia, y ahora mi vida.

Me habían empujado a este pozo para que muriera de miedo, para que fuera devorada por las serpientes.

Cerré los ojos, no para rendirme, sino para concentrarme.

Y juré.

No ante los dioses, no ante el sol, sino ante la oscuridad que me rodeaba y la muerte que se arrastraba a mis pies.

Juré que si sobrevivía a esa noche, Itzcóatl y Citlali pagarían.

No con una muerte rápida, eso sería un regalo.

Pagarían con un sufrimiento tan lento y profundo que desearían haber muerto mil veces.

Sentirían la desesperación del hambre, la agonía de la sed, el terror de ver todo lo que aman convertirse en polvo.

Sentirían exactamente lo que yo sentía en ese pozo.

Y yo estaría allí para verlo.

Esta vez, no sería una espectadora pasiva de mi propia destrucción.

Sería la arquitecta de la suya.

El siseo de una serpiente cerca de mi pie me devolvió a la realidad, pero el pánico había sido reemplazado por una calma gélida.

Mi venganza acababa de empezar.

            
            

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