La Elegida Olvidada del Sol
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Capítulo 3

No sé cómo sobreviví a esa noche.

Quizás los dioses realmente me protegían, o quizás las serpientes sintieron la frialdad de mi corazón y me confundieron con una de ellas.

Al amanecer, me sacaron del pozo, cubierta de tierra y con la ropa hecha jirones.

No me llevaron de vuelta a mis aposentos, sino a las cámaras de la Sacerdotisa Madre, un santuario en lo profundo del complejo del templo.

La anciana me recibió con una mirada que era una mezcla de horror y alivio.

"Estás viva" , susurró, su voz temblorosa.

Me limpiaron, me dieron ropa limpia y trataron mis heridas, que eran más del alma que del cuerpo.

Permanecí bajo su protección, en un aislamiento casi total.

La Sacerdotisa Madre sabía la verdad del pacto, y aunque no podía desafiar abiertamente al Emperador, me ofreció un refugio.

Fue allí donde me enteré de los planes de Itzcóatl.

Las noticias llegaban como susurros a través de las acólitas del templo.

El Emperador iba a oficializar su unión con Citlali.

No sería una ceremonia simple, sino la boda más grande y lujosa que el imperio hubiera visto jamás.

Se estaban construyendo nuevos pabellones, se traían artesanos de las provincias más lejanas, se encargaban joyas de oro y jade, y se preparaba un banquete que alimentaría a miles.

Itzcóatl estaba gastando una fortuna para celebrar a la mujer que, según él, era la verdadera bendición del imperio.

La ironía era tan amarga que casi me ahogaba.

Cada detalle de su opulencia era una bofetada en mi cara.

Recordé mi propia ceremonia de compromiso, la que había tenido lugar en mi vida anterior.

Había sido una ceremonia humilde, casi secreta, a petición de Itzcóatl.

Él había dicho que era para no ofender a los dioses con una ostentación innecesaria, pero yo sabía la verdad.

Se avergonzaba de mí, de mi linaje que consideraba una superstición.

Llevé una túnica simple de algodón blanco, sin joyas, y la ceremonia se celebró en un pequeño templo al amanecer, con apenas unos pocos testigos.

Incluso entonces, él apenas me miró, su mente y su corazón ya estaban con Citlali.

El recuerdo de esa humillación, comparado con la celebración extravagante que ahora planeaba para ella, avivó el fuego de mi resolución.

Un día, la Sacerdotisa Madre vino a verme con una expresión grave.

"Xochitl, ha llegado una propuesta" , dijo en voz baja.

La miré, sin entender.

"Cuauhtémoc, el líder de los guerreros águila, ha solicitado formalmente tu mano en matrimonio" .

Me quedé sin aliento.

¿Cuauhtémoc?

El hombre honorable que me había mirado con preocupación en el gran salón.

Era una jugada audaz, casi suicida.

Desafiar al Emperador de esa manera, pidiendo la mano de la mujer que él había repudiado públicamente.

"Él sabe las consecuencias" , continuó la Sacerdotisa, como si leyera mis pensamientos. "Pero su facción es fuerte, y muchos nobles y guerreros están descontentos con la ceguera del Emperador. Creen en el pacto, creen en ti, ven esto como una forma de proteger el verdadero futuro del imperio" .

No era una propuesta de amor, era una alianza estratégica.

Una forma de crear un poder alternativo, una salvaguarda contra la locura de Itzcóatl.

Pensé en ello durante mucho tiempo.

Casarme con Cuauhtémoc significaba atarme a otro hombre, a otro destino.

Pero también significaba poder, protección y una plataforma desde la cual podría ejecutar mi plan.

Además, recordaba a Cuauhtémoc de mi vida anterior.

Siempre había sido justo, siempre había defendido al pueblo.

Cuando Itzcóatl ordenó la purga de mi familia, Cuauhtémoc fue el único que expresó sus dudas, un acto que casi le costó el cargo.

Sí, podía confiar en él.

"Acepto" , dije finalmente, mi voz firme. "Acepto la propuesta de Cuauhtémoc" .

La Sacerdotisa Madre asintió, una chispa de esperanza en sus ojos.

La noticia de mi compromiso se manejaría con cuidado, se anunciaría en el momento adecuado para maximizar su impacto político.

Pero el destino, o quizás la arrogancia de Itzcóatl, tenía otros planes.

Unos días después, mientras estaba en el jardín del templo, la puerta se abrió de golpe.

Era él.

Itzcóatl entró pavoneándose, con una sonrisa de suficiencia en el rostro.

No lo había visto desde la noche de la fosa.

Se veía radiante, lleno de vida, sin una pizca de remordimiento en su ser.

"Así que aquí es donde te escondes" , dijo, su tono burlón. "Como una rata en su agujero" .

Me quedé en silencio, mirándolo.

"He venido a traerte buenas noticias" , continuó, acercándose. "Desde que te aparté de mi lado, el imperio ha florecido, las primeras lluvias de la temporada han llegado, y las cosechas prometen ser abundantes" .

Se detuvo frente a mí, su sombra cubriéndome.

"Parece que tu 'don' no solo era una farsa, sino una maldición, tu ausencia ha sido una bendición para todos" .

La ignorancia y la arrogancia de su declaración eran asombrosas.

Las primeras lluvias siempre llegaban en esa época del año, no tenían nada que ver con él ni conmigo.

Pero él, en su ceguera, se atribuía el mérito, usando el ciclo natural de las estaciones como prueba de mi inutilidad.

Se reía, una risa genuina y cruel.

Esperaba que sus palabras me hirieran, que me hicieran llorar o suplicar.

Pero yo ya no era esa mujer.

Solo sentía un frío desdén.

Estaba a punto de disfrutar de su pequeño triunfo, sin saber que el pacto ancestral no funcionaba con los ciclos de una sola estación, sino con el bienestar a largo plazo del imperio.

Sin saber que las semillas de la ruina ya estaban plantadas, y que él mismo las estaba regando con su propia arrogancia.

La verdadera sequía, la verdadera plaga, aún estaba por llegar.

Y él, en su felicidad ignorante, no tenía ni la más remota idea.

            
            

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