Una semana después, el teléfono sonó. Era un número desconocido, pero Sofía supo de inmediato quién era. Solo la gente de Ricardo usaba números encriptados.
Contestó.
"Sofía", la voz de Ricardo era fría y autoritaria, como si estuviera dando una orden a un empleado. "Andrea tiene la gala de su familia este sábado. Su vestido está en la casa. Necesito que vayas por él y se lo lleves a mi villa en el Pedregal. Ahora".
No era una petición, era una orden. Una forma de recordarle que, a pesar de todo, él todavía tenía poder sobre ella.
Sofía cerró los ojos, y la imagen de Camila en la cama del hospital, con la piel pálida y los labios azules, inundó su mente. Recordó los comentarios en internet, las miradas de lástima y desprecio, la sensación del vómito en su cara.
"No voy a ir, Ricardo", dijo con calma.
"No te lo estoy preguntando. Es el vestido que usará cuando anuncien que se hace cargo de las empresas de su familia. Es importante. No lo arruines", la presión en su voz aumentó.
"Ese no es mi problema".
"¡Haz lo que te digo, Sofía! O me aseguraré de que no vuelvas a ver a Camila en tu vida".
La amenaza colgó en el aire, pesada y fea. Sabía que era capaz de cumplirla. Tenía el dinero y la influencia para enterrarla en un juicio de custodia.
Un suspiro cansado escapó de sus labios. Durante cuatro años había sido su marioneta, obedeciendo cada capricho, soportando cada humillación, todo por mantener una apariencia de familia para su hija. Pero ya no. Este sería el último favor. La última vez que se doblegaría.
"Está bien", cedió, su voz vacía. "Estaré allí en una hora".
Colgó y se quedó mirando el modesto departamento. Era pequeño y un poco oscuro, pero era un santuario. Era libre. O casi. Solo una última tarea humillante y luego podría empezar a cortar las cuerdas para siempre.
La gala de los Torres era el evento del año en la alta sociedad mexicana. Era la noche en que Andrea, la niña prodigio, la influencer de moda, sería coronada oficialmente como la heredera del imperio textil de su familia. Era su noche de triunfo. Y Ricardo, por supuesto, estaría a su lado, el consorte perfecto.
Sofía se puso unos jeans viejos y una camiseta. No iba a disfrazarse para ellos. Tomó un taxi a la mansión de Ricardo en el Pedregal, una fortaleza de cristal y concreto que se asomaba sobre la ciudad.
El asistente de Ricardo, un joven nervioso llamado Mateo, la recibió en la puerta.
"Señora... Sofía", tartamudeó, sin saber cómo dirigirse a ella. "El chef Ricardo y la señorita Andrea están... ocupados en este momento. Me pidió que la hiciera esperar aquí".
Sofía entendió perfectamente lo que significaba "ocupados".
La dejó en la entrada, una sala fría y minimalista con una sola escultura carísima en el centro. La puerta que daba a las escaleras principales estaba entreabierta.
Y desde el piso de arriba, llegaron los sonidos.