En la plaza pública, frente a los ojos de todos, mi propio hermano, el Príncipe Carlos, y mi prometido, Diego Mendoza, me sentenciaron.
No bastaba con matarme.
Para apaciguar a la multitud enfurecida, para calmar el miedo que los carcomía, me desollaron viva.
Sentí el frío del acero separando la piel de mis músculos, escuché los gritos de la gente, una mezcla de horror y alivio.
Con mis huesos, construyeron el armazón de la Lámpara de las Almas, un objeto que supuestamente guiaría a los muertos del reino.
Con mi piel y mi carne, hicieron faroles de invocación, creyendo que mi sufrimiento atraería la piedad de los dioses.
Pero los dioses no respondieron, y San Miguel cayó de todos modos.
Ahora estoy aquí, en el inframundo, un lugar gris y sin fin.
Mi alma, un retazo de lo que fue, es arrastrada ante el Juez del Inframundo.
Las almas de mi pueblo están aquí también, miles de ellas, susurrando y señalándome.
"¡Castigo eterno para la traidora!"
"¡Por su culpa perdimos nuestros hogares, nuestras vidas!"
"¡Que arda para siempre!"
Los gritos más fuertes, los más dolorosos, provienen de mi hermano Carlos y de Diego.
Carlos me mira con un odio que apaga cualquier recuerdo de afecto.
"Hermana, si es que alguna vez puedo llamarte así, nos traicionaste a todos, tu egoísmo condenó a un reino entero."
Diego, el hombre al que amé, ni siquiera me mira, pero su voz es la más venenosa.
"Cada vida perdida en San Miguel pesa sobre tu conciencia, Sofía, tu castigo apenas comienza."
El Juez del Inframundo, una figura imponente sentada en un trono de obsidiana, golpea su mazo, y el ruido hace temblar el suelo.
"El Espejo del Pasado revelará la verdad," su voz es como el eco en una cueva profunda, "veremos los actos que te trajeron aquí, y entonces, se dictará sentencia."
Un enorme espejo de plata líquida se materializa frente a todos, las almas se callan, expectantes.
La superficie del espejo se ondula y una imagen aparece.
No es la plaza ensangrentada, no es el campo de batalla.
Es el palacio de San Miguel, hace muchos años.
Una niña de trece años, flaca y con el pelo enmarañado, entra tímidamente al gran salón, soy yo, el día que me encontraron y me trajeron de vuelta al palacio después de haberme perdido durante años.
Un joven apuesto corre hacia mí, es Carlos, mi hermano.
Me levanta en sus brazos, sus ojos llenos de lágrimas de alivio.
"Sofía, mi pequeña hermana, te encontré," me dice, su voz temblando de emoción, "nunca más dejaré que nada te pase, te protegeré siempre."
Me abraza con fuerza, y en el espejo, yo, esa niña asustada, le devuelvo el abrazo, sintiéndome segura por primera vez en mucho tiempo.
La imagen es tan clara, tan llena de un amor perdido, que un silencio incómodo cae sobre las almas en el inframundo.
Miro a Carlos, a mi lado.
Su rostro está pálido, sus ojos fijos en el espejo.
Una mueca de dolor y asco se forma en sus labios, aparta la vista, como si no pudiera soportar ver al joven que fue, al hermano que me prometió protección.
"Eso no cambia nada," murmura, más para sí mismo que para los demás, "aún así nos traicionaste."
Pero su voz ya no tiene la misma convicción, la primera grieta en su odio ha aparecido.
El resto del pueblo murmura, confundido.
Vieron el amor, la promesa.
Y ahora me ven a mí, un alma despojada de todo.
La contradicción es demasiado grande, y la duda, por primera vez, comienza a flotar en el aire viciado del inframundo.
El espejo sigue brillando, listo para mostrar más, y yo espero, porque la verdad es lo único que me queda.