"¡Bastardo!" , gruñó. "¡Mira lo que hiciste! ¡Casi matas a tu abuelo!"
Caí de rodillas, tosiendo, tratando de recuperar el aliento. Mateo intentó ayudarme, pero mi primo mayor lo empujó lejos.
"¡Tú no te metas!" , le advirtió.
Mi madre se acercó. Pensé que me ayudaría, que detendría a mi padre. Pero su mirada era tan fría como el hielo.
"¿Estás contento, Ricardo?" , dijo, su voz temblando de ira. "Tu abuelo vio tu publicación en internet. Vio esa cara. Y su corazón no lo soportó. Todo por tu necedad. Por tu egoísmo" .
Me levanté, apoyándome en una pared. El dolor en mi estómago era agudo, pero el dolor en mi corazón era peor.
"No lo entiendo" , susurré, mi voz rota. "¿Qué tiene de malo esa foto? ¿Quién es ella?"
"¡No te atrevas a decir su nombre en este lugar!" , chilló mi tía Marta, abanicándose la cara como si estuviera a punto de desmayarse. "¡Es una deshonra para esta familia! ¡Una mancha que intentamos borrar y que tú, el hijo adoptado al que le dimos todo, has traído de vuelta!"
La palabra "adoptado" fue usada de nuevo como un arma, como una forma de marcarme, de separarme de ellos.
"Yo no sabía... Nadie me dijo nada" , me defendí, la confusión luchando contra el dolor y la rabia. "Si me hubieran explicado, yo..."
"¡No hay nada que explicar!" , interrumpió mi padre. "Hay órdenes que obedecer. Y desobedeciste. ¡Ahora borra esa publicación! ¡Bórrala ahora mismo!"
Saqué mi teléfono con manos temblorosas. Pero algo dentro de mí se rebeló. La injusticia de todo aquello era demasiado grande. Me habían golpeado, insultado, echado de casa, todo sin una sola explicación.
"No" , dije, levantando la cabeza y mirándolos a todos. "No voy a borrar nada hasta que alguien me diga qué diablos está pasando" .
Mi desafío los dejó sin palabras por un segundo. Luego, la furia se redobló.
"¡Insolente!" , rugió mi padre, avanzando hacia mí de nuevo.
Pero esta vez, una enfermera salió de terapia intensiva.
"¡Silencio! ¡Esto es un hospital! Si no pueden comportarse, tendré que pedirles que se retiren" .
La intervención de la enfermera me dio una oportunidad. Mi padre se detuvo, rechinando los dientes. Mi abuelo, el patriarca de la familia, apareció en la puerta de la sala, apoyado en su bastón y con el rostro pálido pero firme. No parecía un hombre que acababa de sufrir un infarto.
"Déjenlo" , dijo mi abuelo, su voz rasposa pero llena de autoridad. "Este muchacho ya no es parte de la familia Mendoza. Que se vaya. Pero antes, entrégame el teléfono" .
Mi tío Jorge se abalanzó sobre mí y me arrebató el teléfono de las manos.
"¡Aquí está, papá!" , dijo, como un perro fiel.
Mi abuelo tomó el teléfono, lo miró con desprecio y luego lo arrojó al suelo, pisándolo una y otra vez con su zapato lustrado hasta que la pantalla se hizo añicos y el aparato quedó destrozado.
"Ahora lárgate" , me ordenó. "Y no vuelvas a buscar a esta familia nunca más. Estás muerto para nosotros" .
Se dieron la vuelta y me dejaron solo en el pasillo, rodeado por los restos de mi teléfono y de mi vida. Mateo, que había observado todo desde una esquina con horror, se acercó a mí.
"Vámonos de aquí, Ricardo. Esta gente está enferma" .
Me ayudó a levantarme y salimos del hospital.
Mientras caminábamos por el estacionamiento, mi mente trabajaba a toda velocidad. La credencial. Todo volvía a la credencial de Isabella Mendoza. Ya no era un simple objeto perdido. Era una llave. Una llave a un secreto tan terrible que mi familia estaba dispuesta a destruirme para mantenerlo oculto.
Mi ingenuidad se había hecho añicos. Mi amor por ellos se estaba convirtiendo en cenizas. Ya no sentía solo confusión y dolor. Sentía una ira fría que empezaba a nacer en el fondo de mi ser.
No iba a huir. No iba a olvidar.
Iba a descubrir la verdad.