Cuando finalmente salió del pozo, jadeando y cubierta de sangre y mezcal, vio a su "salvador".
Era Don Ramiro, el carnicero.
El mismo hombre que la había torturado y asesinado en su vida anterior. El olor a sangre y a grasa rancia que emanaba de él era inconfundible.
"Vaya, vaya... qué tenemos aquí", dijo él, su mirada recorriéndola con lascivia. Sus manos sucias y grandes se posaron en su cintura, manoseándola sin pudor. "Una sirenita empapada."
El recuerdo del barril de despojos, de los cuerpos fríos de sus hijas, inundó a Sofía con una furia helada. Sin pensarlo dos veces, levantó la rodilla y lo golpeó en la entrepierna con toda su fuerza.
Don Ramiro aulló de dolor y se dobló, dándole a Sofía el segundo que necesitaba para correr.
Corrió hacia el ruido, hacia la fiesta, sin importarle su aspecto. Quería testigos. No iba a morir en la oscuridad esta vez.
Cuando irrumpió en el patio principal, la música se detuvo. Todos los ojos se clavaron en ella. La novia rechazada, cubierta de sangre, que se suponía que había huido avergonzada.
Mateo e Isabella aparecieron en la puerta, sus rostros una mezcla de sorpresa y furia.
"¡Sofía!", gritó Mateo. Se acercó a ella y, sin mediar palabra, le dio una bofetada que la hizo caer al suelo.
"¿Dónde estabas? ¿Con quién te revolcaste, maldita infiel?"
Sofía se levantó, limpiándose la sangre del labio con el dorso de la mano. Lo miró directamente a los ojos, su voz temblando de indignación.
"¡Tú me arrojaste a ese pozo! ¡Tú y ella!", gritó, señalando a Isabella.
Isabella soltó un sollozo dramático, corriendo a esconderse detrás de Mateo.
"¡No es verdad! Ella... ella trató de darme una poción, una brujería para que la amaras, Mateo. Cuando me negué, intentó ahogarme en el pozo y se cayó ella sola."
La mentira era tan descarada, tan vil, que por un momento Sofía se quedó sin aire.
Antes de que pudiera responder, una mujer mayor y corpulenta se abrió paso entre la multitud. Era la abuela de Isabella. Se acercó a Sofía y la golpeó en la cara.
"¡Maldita bruja! ¡Has venido a arruinar a mi familia! ¡A traer la desgracia a mi nieta!"
La gente murmuraba, algunos horrorizados, otros disfrutando del espectáculo. Sofía, herida, humillada, escupió un coágulo de sangre al suelo. El mundo le daba vueltas.
Mateo, interpretando el papel del hombre justo y herido, se arrodilló teatralmente ante la abuela de Isabella.
"Perdóneme, señora. Es mi culpa. Yo traje a esta víbora a mi casa. Yo la cuidé, y así es como me paga."
"¡Es mentira!", logró gritar Sofía, intentando ponerse de pie. "Él me tiró al..."
Pero Mateo fue más rápido. La agarró por el cabello, arrastrándola por el suelo de tierra hasta ponerla de rodillas frente a él. La humillación era total.
"Pide perdón", siseó en su oído.
En ese momento, Isabella llevó el drama a un nuevo nivel. Agarró un cuchillo de una de las mesas de comida.
"¡No puedo vivir así!", gritó. "¡Con esta sombra sobre mi honor! ¡Prefiero morir!"
Fingió llevarse el cuchillo al cuello. Mateo se lanzó a "detenerla". En el forcejeo teatral, el cuchillo voló por los aires y, con una precisión casi imposible, se clavó en el costado de Sofía, que seguía arrodillada en el suelo.
Un grito ahogado salió de sus labios mientras sentía el frío del acero penetrar su carne.
Mateo la miró, no con preocupación, sino con un sadismo helado en sus ojos.
"Mira lo que provocas, perra. Por tu culpa, mi esposa casi muere", dijo, y luego, bajando la voz para que solo ella lo oyera, añadió: "Un movimiento en falso más, y te juro que yo mismo te extirparé ese útero inútil para que nunca más traigas desgracias a este mundo."
Los vecinos, horrorizados pero fascinados, comenzaron a gritar sugerencias.
"¡Enciérrenla! ¡Que trabaje como sirvienta hasta que pague su deuda!"
"¡No, es una bruja! ¡Hay que echarla del pueblo!"
Sofía, sangrando en el suelo, se dio cuenta de que su segunda vida estaba empezando de una forma aún más brutal que la primera.