La multitud, que antes se había reído, ahora observaba con una fascinación morbosa, como si estuvieran viendo una pelea de gallos particularmente sangrienta. Algunos incluso sacaron sus teléfonos para grabar.
"La siguiente ronda", anunció Mateo, imperturbable. "Pero hagámoslo más interesante. Ahora, los invitados pueden apostar. ¿Adivinará la bruja o no?".
El salón se llenó de un murmullo excitado mientras la gente sacaba sus carteras. Mi dolor se había convertido en su entretenimiento de sobremesa.
Sofía se acercó a mí, arrodillándose a mi lado. Su rostro era una máscara de preocupación.
"Xochitl, pobrecita", susurró, su voz goteando una falsa dulzura. Puso una mano en mi hombro. Su tacto era frío como el hielo. "Estás tan confundida. Déjame ayudarte. Yo tengo un buen presentimiento sobre... ese de allí".
Señaló un huevo al azar en el extremo de la mesa. Su mirada se encontró con la mía, y en sus profundidades vi un abismo de malicia. Estaba disfrutando cada segundo de mi tortura.
"La piadosa Sofía intenta ayudar a la pobre salvaje", comentó alguien en la multitud. "Qué corazón tan noble".
La gente asentía, engañada por su actuación. Su bondad fabricada me aislaba aún más, pintándome como la loca ingrata.
La rabia, pura y ardiente, ahogó mi dolor. Me levanté de un salto, apartando su mano de mí con un manotazo.
"¡No me toques!", le escupí, mi voz temblando de furia. "¡Bruja hipócrita!".
Sofía retrocedió con un grito ahogado, como si la hubiera quemado. Se llevó una mano a la boca, sus ojos se llenaron de lágrimas de cocodrilo.
"¡Mateo!", gimió, corriendo a refugiarse en los brazos de su hermano. "Me ha agredido".
El rostro de Mateo se ensombreció, su mandíbula se apretó hasta que los músculos saltaron. Caminó hacia mí con pasos pesados y amenazantes.
"Te atreves a ponerle una mano encima", siseó, su voz baja y peligrosa. Me agarró del brazo, sus dedos clavándose en mi piel. "Pedirás perdón".
"Nunca", respondí, mirándolo directamente a los ojos.
Su agarre se hizo más fuerte. Por un momento, pensé que me golpearía allí mismo. Pero luego una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.
"No. Tienes razón. No pedirás perdón con palabras", dijo, soltándome bruscamente. "Jugarás. Ahora".
Me empujó hacia la mesa. Mis ojos recorrieron las esferas inertes. Ya no sentía nada. La conexión estaba rota, ahogada por el dolor y la rabia. El primer llamado había sido una trampa para llevarme al error. Ahora todo era un juego de azar.
Pero entonces, vi algo. Una pequeña, casi imperceptible imperfección en uno de los huevos. Una diminuta veta, como un cabello, cerca de la base. Recordé haberla sentido con la yema de mis dedos la noche que nació, una pequeña marca de nacimiento.
Mi corazón dio un vuelco. Era él. Mi segundo hijo.
Con una nueva oleada de determinación, señalé directamente al huevo.
"Ese", dije, mi voz clara y fuerte. "Elijo ese".
Mateo pareció sorprendido por mi seguridad. Entrecerró los ojos, luego miró a Sofía, que le dio un casi imperceptible asentimiento. Una trampa. Sabía que era una trampa, pero la marca... la marca era real.
"Muy bien", dijo Mateo, recuperando su compostura. "Chef".
El chef, con su rostro inexpresivo, tomó el huevo que había señalado. Lo sostuvo a la luz. La pequeña veta era visible para todos.
Luego, con una sonrisa cómplice dirigida a Mateo, giró el huevo en su mano. Y yo lo vi. En el lado opuesto, oculto a mi vista, había una pequeña marca de pintura negra. Un código. Habían marcado los huevos falsos.
Mi elección, basada en un recuerdo real, había sido anticipada. Habían replicado la imperfección en un huevo falso para engañarme.
El chef no esperó. Rompió el huevo. De nuevo, la yema y la clara de un huevo común se derramaron en el tazón.
"¡Otro error!", gritó Mateo, triunfante. La multitud estalló en vítores y abucheos.
Sin dudarlo un segundo, el chef se volvió hacia los dos huevos restantes en el altar original. Tomó uno, el que yo sabía que era mi segundo hijo, y lo estrelló contra la sartén caliente.
Otra vez, la explosión de luz. Otro siseo de vida extinguida. Otro pedazo de mi alma se quemó y se convirtió en nada.
La habitación se balanceó violentamente. La risa de Mateo, la cara llorosa de Sofía, las caras codiciosas de la multitud, todo se fundió en un remolino de pesadilla. Solo quedaba uno. Un último hijo por salvar. Y un centenar de trampas esperándome.