Mi madre, Laura, estaba a mi lado, un pilar de aparente fragilidad que se sostenía con una fuerza que yo conocía bien, su mano, fría y temblorosa, apretaba la mía con fuerza, nosotras éramos las guardianas de su honor, las anfitrionas de su último adiós.
Los murmullos eran respetuosos, anécdotas en voz baja sobre la valentía de mi padre, sobre el hombre íntegro que todos creían conocer, yo observaba los rostros, colegas con la mandíbula apretada, amigos de la familia con los ojos enrojecidos, cada uno sumido en su propio dolor.
De repente, las pesadas puertas de roble de la capilla se abrieron de golpe, rompiendo la atmósfera solemne con un ruido violento que hizo que todos se giraran.
Una mujer se detuvo en el umbral, recortada contra la luz gris del exterior, no vestía de negro, llevaba un vestido rojo, ceñido y corto, que desafiaba la ocasión con una audacia insultante, sus tacones resonaron en el suelo de mármol con una confianza que no pertenecía a ese lugar.
Era Camila, una influencer famosa, su rostro, conocido por miles en las redes sociales, ahora estaba contraído en una mueca de desafío, avanzó por el pasillo central, ignorando las miradas de asombro y desaprobación, los flashes de los teléfonos de los periodistas que esperaban afuera comenzaron a estallar, capturando el escándalo en tiempo real.
"¿Qué hace ella aquí?" susurró mi madre, su voz apenas un hilo.
Antes de que pudiera responder, Camila se detuvo justo frente al ataúd, y luego se giró para encararnos a mi madre y a mí, su mirada era dura, calculadora.
"He venido a despedirme del padre de mi hijo."
Las palabras cayeron como piedras en un estanque silencioso, el murmullo se convirtió en un jadeo colectivo, las cámaras de los periodistas se agolparon en la puerta, registrando cada segundo.
"¿Qué?" Mi voz salió ahogada.
Camila se tocó el vientre, ligeramente abultado bajo el vestido rojo, con un gesto teatral.
"Estoy embarazada," anunció, su voz resonando en el silencio sepulcral, "y este bebé que espero es de él, de su amado esposo y padre."
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies, miré a mi madre, su rostro había perdido todo color, estaba pálida como un fantasma, sus ojos fijos en Camila, abiertos por la incredulidad y el horror, un torbellino de confusión y rabia me inundó, todo era una mentira, una mentira cruel y retorcida.
Mi padre no podía ser el padre de ese bebé.
Porque mi padre era estéril.
Ese era el secreto más profundo de nuestra familia, una herida que mi padre llevó en silencio durante toda su vida, una condición médica que solo mi madre y yo conocíamos, la razón por la que yo era su única hija, adoptada con un amor que superaba cualquier lazo de sangre.
Ahora, esta extraña estaba aquí, en el momento de nuestro mayor dolor, profanando su memoria con una mentira monstruosa, y yo estaba atrapada, no podía gritar la verdad sin exponer la vulnerabilidad de mi padre, sin manchar el recuerdo del hombre fuerte e intachable que todos admiraban.
Camila sonrió, una sonrisa torcida y triunfante, sabía que nos tenía acorraladas.
"Tengo derechos," continuó, su voz subiendo de tono para que todos, especialmente los periodistas, la escucharan, "y mi hijo, su único heredero de sangre, también, vengo a reclamar lo que nos pertenece, su fortuna, su apellido, todo."
La humillación era pública, brutal, podía sentir cientos de ojos sobre nosotras, juzgándonos, cuestionando la lealtad de mi padre, la dignidad de mi madre, el honor de nuestra familia se estaba desmoronando en directo, transmitido a miles de pantallas.
Respiré hondo, obligándome a encontrar un poco de la calma de mi padre, apreté la mano de mi madre, una promesa silenciosa de que no la dejaría caer, de que lucharía.
Me puse de pie, mis piernas temblaban, pero mi voz, cuando hablé, fue firme.
"Este es un servicio funerario," dije, mirando a Camila directamente a los ojos, "le pido, por favor, que muestre un mínimo de respeto y se retire, si tiene algún asunto que tratar, este no es el momento ni el lugar."
Mi intento de mantener la compostura fue inútil, Camila soltó una carcajada, un sonido agudo y desagradable que profanó la santidad de la capilla.
"¿Respeto?" se burló, "El respeto se lo debía él a nuestro hijo, yo no me voy a ninguna parte, esta también es mi familia ahora."
Se acercó al ataúd y posó una mano sobre la madera pulida, como si reclamara una posesión, el gesto fue tan arrogante, tan posesivo, que la rabia finalmente rompió mis defensas, pero antes de que pudiera hacer algo, tuve que concentrarme en mantener el orden, en proteger a mi madre del colapso y a la memoria de mi padre de un ultraje aún mayor.