El Último Adiós y una Farsa
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Capítulo 2

"Él y yo teníamos una vida secreta," proclamó Camila, su voz goteando una falsa dulzura que me revolvió el estómago, "me amaba, me decía que yo era su escape, su verdadera felicidad, lejos de una vida familiar que, según él, lo asfixiaba."

Cada palabra era un golpe directo a mi madre, diseñada para herir, para humillar, Laura se encogió a mi lado, su cuerpo temblaba visiblemente, yo le puse un brazo alrededor de los hombros, tratando de protegerla de la malicia de esa mujer.

"Él quería este bebé más que nada en el mundo," continuó Camila, con los ojos brillantes de lágrimas de cocodrilo, "decía que sería su redención, su verdadero legado."

Era un espectáculo grotesco, una actuación digna de la peor telenovela.

Justo en ese momento, una mujer mayor, vestida con un traje caro y con una expresión de acero, se abrió paso entre la multitud, se paró junto a Camila, poniendo una mano protectora en su hombro.

Era Doña Elena, la dueña de la agencia de modelos donde trabajaba Camila, una mujer conocida en ciertos círculos por su falta de escrúpulos.

"Yo soy testigo de su amor," dijo Doña Elena con una voz grave y autoritaria, "el detective venía a menudo a mi agencia para ver a Camila, estaba locamente enamorado de ella, yo misma los vi juntos muchas veces, felices, planeando un futuro."

La mentira ahora tenía un cómplice, un testigo que le daba un barniz de credibilidad, la multitud empezó a murmurar con más fuerza, las dudas se sembraban en el aire, algunos rostros que antes mostraban compasión ahora reflejaban una curiosidad morbosa.

No pude soportarlo más.

"¡Basta ya!" grité, mi voz rompiendo la tensión, "¡Ustedes dos son unas mentirosas! ¡Lárguense de aquí ahora mismo!"

Di un paso hacia ellas, la rabia me nublaba la vista.

"¡Mi padre jamás se involucraría con alguien como usted!" le espeté a Camila, señalándola con el dedo.

Camila no se inmutó, de hecho, pareció disfrutar de mi arrebato, una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios.

"Cuida tus palabras, niñita," siseó, "estás hablando con la madre del único heredero de tu padre, y si no me crees, podemos hacer una prueba de ADN cuando nazca el bebé, aunque preferiría resolver esto por las buenas."

La amenaza legal pendía en el aire, fría y afilada, nos estaba llevando a su terreno, al escándalo público, a los tribunales, donde la verdad importaba menos que la percepción.

"No me iré de esta casa," declaró, cambiando el escenario de la capilla a nuestra vida, a nuestro hogar, "tengo derecho a vivir en la casa de mi difunto amante, y mi abogado se pondrá en contacto con ustedes para asegurar mi parte de la herencia."

Mi mente era un caos, el dilema me desgarraba por dentro, si revelaba el secreto de la esterilidad de mi padre, destruiría la imagen del hombre viril y poderoso que todos conocían, lo humillaría póstumamente, lo expondría a la burla y al escrutinio público de una manera que él siempre había temido.

Pero si me callaba, si dejaba que esta farsa continuara, estaría permitiendo que estas víboras se apoderaran de todo lo que mi padre había construido, que mancharan su nombre con una mentira y que destruyeran a mi madre con una humillación constante.

El honor de mi padre contra la fortuna de mi padre.

La dignidad de su secreto contra la verdad de su inocencia.

Me sentía atrapada en una red invisible, cada movimiento que hacía parecía apretar más el nudo, la multitud nos observaba, esperando mi siguiente movimiento, juzgando mi debilidad o mi fuerza, mi silencio o mi palabra, y en ese momento, bajo el peso de todas esas miradas, me sentí completamente sola.

            
            

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