"Sabía que no morirías", dijo, como si fuera un hecho consumado. "Tu muerte ha sido anunciada públicamente. A partir de ahora, Luna está muerta. Te quedarás aquí, en este convento, por el resto de tu vida. Rezarás por el bienestar de Sofía y expiarás tus pecados."
Luna no dijo nada. Simplemente lo miró.
"Para completar tu transición, debes renunciar a todo lo mundano", continuó él.
Llamó a una monja anciana que esperaba fuera. La monja entró con unas tijeras y una navaja.
"Quítenle el cabello."
La monja comenzó a cortar sus largos mechones negros, el cabello que le había llegado a la cintura, su única conexión tangible con la joven que una vez fue. Cayeron al suelo, uno tras otro. Luego, la navaja fría raspó su cuero cabelludo, dejándolo liso y desnudo. Con la pérdida de su cabello, sintió como si la última pizca de su antigua identidad se desvaneciera.
Mateo la observaba, esperando una reacción. Esperaba lágrimas, súplicas, ira. Pero no obtuvo nada. El rostro de Luna estaba en blanco, sus ojos vacíos. Su indiferencia lo desconcertaba, lo irritaba.
"Tu padre exige el oro y las joyas que te di como dote", dijo, probándola. "Dice que, como estás 'muerta', le pertenecen a la familia."
En el pasado, Luna habría luchado por esas posesiones, no por su valor, sino por el principio. Ahora, simplemente se encogió de hombros.
"Que se lo quede", susurró.
La expresión de Mateo se ensombreció. Esta calma, esta apatía, era más inquietante que cualquier rabieta. Se levantó, frustrado.
"Descansa. Mañana empezarás tus deberes."
Salió de la celda, cerrando la puerta con llave. Luna se acurrucó en la delgada estera que servía de cama y se durmió casi al instante.
Pero su descanso no duró mucho.
Un dolor agudo en su brazo la despertó. Abrió los ojos y vio a Sofía de pie junto a ella, con una vela en la mano. Una gota de cera caliente había caído sobre su piel, creando una ampolla roja y dolorosa.
"Despierta, hermanita perezosa", siseó Sofía, una sonrisa cruel en su rostro. "¿Creíste que te librarías de mí tan fácilmente?"
Antes de que Luna pudiera reaccionar, Sofía dejó caer la vela y gritó.
"¡Ayuda! ¡Luna me está atacando! ¡Quiere quemarme!"
La puerta se abrió de golpe y Mateo entró corriendo. Vio a Sofía en el suelo, temblando, y a Luna en la cama con la marca de la quemadura en el brazo. Sin hacer preguntas, su conclusión fue inmediata.
"¡Incluso aquí sigues intentando hacerle daño!", rugió, yendo directamente hacia Sofía. "¡Eres incorregible!"
Ayudó a Sofía a levantarse y la abrazó protectoramente. "Tranquila, ya estoy aquí. No dejaré que te toque."
Se llevó a Sofía, lanzándole a Luna una mirada de puro desprecio antes de salir. De nuevo, la dejó sola, encerrada, herida.
Luna miró la quemadura en su brazo. El dolor era real, tangible. Lentamente, se levantó y buscó en el pequeño patio de su celda. Encontró algunas hierbas que reconoció, hierbas con propiedades calmantes. Las machacó con una piedra y se aplicó la pasta verdosa sobre la piel. El ardor disminuyó un poco.
Ya nadie la iba a cuidar. Tenía que aprender a curarse sola. Faltaban tres días.