Corazón Indomable
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Capítulo 2

"¿Crees que puedes simplemente irte?"

La voz de Alejandro me siguió por el pasillo, cargada de una arrogancia que nunca antes le había escuchado. Yo seguía caminando, concentrada en poner un pie delante del otro, ignorando el rastro de sangre que dejaba a mi paso.

"Esta casa es mía ahora, Sofía. La empresa es mía. Ricardo me la dará. Tú no eres más que una empleada. Una simple administradora a la que mi abuelo le tuvo lástima."

Cada palabra era un golpe, pero yo ya no sentía nada. El dolor en mi vientre era un ancla que me mantenía en la realidad, pero mi corazón estaba mudo. Me aferré a la pared para no caerme, mis dedos dejando una mancha carmesí en la pintura blanca.

Mantuve mi rostro impasible, mirando fijamente la puerta de mi habitación al final del pasillo. Era mi único objetivo.

"Tienes razón," dije, sin voltear a verlo. Mi voz era apenas un murmullo, pero clara. "Ya no soy la señora de esta casa. Ahora tú eres el dueño, Alejandro."

Hubo un silencio detrás de mí. Pude sentir su sorpresa. Esperaba que yo gritara, llorara, suplicara. No le di esa satisfacción.

"Lo acepto. Te lo mereces," añadí, con una ironía tan sutil que probablemente ni la notó. "Has trabajado muy duro para esto."

Lo escuché soltar una risa nerviosa, confundido por mi reacción.

"Vaya, al fin lo entiendes. Pensé que te aferrarías como una garrapata, como siempre lo has hecho."

No respondí. Seguí mi lento y doloroso camino. El pasillo parecía interminable. Cada cuadro en la pared, cada jarrón sobre las mesas, eran testigos silenciosos de los diez años que había perdido allí. Diez años de cuidar sus comidas, de revisar sus tareas, de asistir a sus eventos escolares, de consolarlo cuando tenía pesadillas.

Todo había sido una mentira. Una actuación.

Él me odiaba.

Finalmente, llegué a la puerta de mi habitación. Mi mano temblaba mientras giraba el pomo. El metal estaba helado.

Justo cuando entré, mis piernas cedieron. Me derrumbé en el suelo, justo dentro del umbral. El mundo se volvió oscuro por los bordes.

Escuché un grito ahogado. Era María, la sirvienta.

"¡Señorita Sofía!"

Sus pasos apresurados resonaron en el pasillo. Sentí sus manos tratando de levantarme, su voz llena de pánico.

"¡Señorito Alejandro, ayúdeme! ¡La señorita está sangrando mucho!"

La última imagen que vi antes de perder el conocimiento fue el rostro de Alejandro en la puerta, mirándome con una mezcla de triunfo y una extraña pizca de incertidumbre, como si el resultado de su plan lo hubiera tomado por sorpresa.

Luego, todo se volvió negro.

            
            

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