El recuerdo de mi llegada a esta casa era vívido. Mi padre acababa de casarse con la madre de Alejandro. Yo tenía dieciséis años. Me trajeron a esta mansión que se sentía ajena y fría. Me dijeron que ahora esta era mi familia.
Mi propia familia, la familia de mi madre, nunca me había querido. Cuando mis padres se divorciaron, mi madre se volvió a casar y su nuevo esposo no quería cargar con la hija de otro hombre. Me enviaron con mi padre como un paquete no deseado. Y mi padre, un hombre ocupado y distante, me aceptó más por obligación que por amor.
Esta casa nunca fue mi hogar. Fue una jaula dorada. Y la promesa que le hice a mi padre en su lecho de muerte fue la cerradura que me encerró por dentro.
Mi familia biológica se desentendió. Les convenía. Mientras yo estuviera a cargo de la empresa familiar, ellos recibirían una generosa pensión mensual sin mover un dedo. Mi sacrificio era su comodidad.
Diez años.
3,650 días.
Una juventud entera quemada en el altar del deber familiar. Una vida vivida para otros.
"Sofía, ¿me estás escuchando?"
La voz de Ricardo me sacó de mi trance. Sonaba irritado.
Abrí los ojos y lo miré por primera vez. Su rostro, que antes me parecía atractivo y seguro, ahora se veía superficial y cruel. Sus ojos no reflejaban ninguna preocupación, solo impaciencia.
"No," respondí, mi voz ronca. "No te estaba escuchando."
Su mandíbula se tensó.
"Te dije que descanses. Te pondrás bien. Haremos ese viaje."
"No quiero ir a ningún viaje, Ricardo," dije, con una calma que lo sorprendió.
"¿Qué?"
"Quiero que te vayas de mi habitación."
Se levantó de la cama, ofendido. Su expresión cambió de la falsa preocupación a la ira abierta.
"¿Qué demonios te pasa, Sofía? Acabas de pasar por algo traumático. Estás siendo hormonal e irracional."
"Estoy siendo perfectamente racional," repliqué, sentándome lentamente en la cama. El movimiento me causó una punzada de dolor, pero la ignoré. "Por primera vez en diez años, estoy pensando con claridad."
"¡Estás delirando!" espetó. "¿Crees que puedes hablarme así? Después de todo lo que he hecho por ti. Te di un hogar, una posición. Te convertí en mi prometida."
"No me diste nada, Ricardo," dije, mirándolo directamente a los ojos. "Yo manejé tu casa. Yo manejé la empresa que heredé de mi padre. Yo crié al hijo que adoptaste. ¿Qué hiciste tú por mí, además de poner tu nombre en la puerta de la presidencia y usarme para asegurar tu fortuna?"
Su rostro se enrojeció de furia.
"¡Maldita malagradecida! Siempre supe que eras ambiciosa, igual que ella. Siempre queriendo más. ¡Pero no te atrevas a olvidar quién está al mando aquí!"
Señaló hacia la puerta, su mano temblando de rabia.
"Esta es mi casa. Y tú vives en ella por mi generosidad. Así que más te vale empezar a mostrar algo de gratitud, o te juro, Sofía, que te arrepentirás."