Contrato de amor: secretos y promesas
img img Contrato de amor: secretos y promesas img Capítulo 2 Yo lo soluciono todo
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Capítulo 6 Lengua trabada img
Capítulo 7 Cuando todo se desmorona img
Capítulo 8 Él sabía dónde presionar img
Capítulo 9 Sin dejar cicatriz img
Capítulo 10 Firmar el contrato img
Capítulo 11 Clara llega a la mansión img
Capítulo 12 Primera cena juntos: tensión, sarcasmo, atracción contenida img
Capítulo 13 Fiesta de compromiso img
Capítulo 14 Enzo se pone celoso img
Capítulo 15 Casi un beso, un paso atrás img
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Capítulo 2 Yo lo soluciono todo

El sonido del motor de un viejo autobús se tragó el silencio de la calle cuando Clara dobló la esquina. Caminaba deprisa, apretando el bolso contra el pecho, como si fuera suficiente para proteger las monedas que llevaba y su valor, que parecía menguar a cada paso.

Hacía calor, pero llevaba un abrigo ligero, intentando disimular la ropa manchada de harina. El azúcar aún se le pegaba a la muñeca, un recordatorio de la repostería de la mañana. Ni siquiera tuvo tiempo de limpiársela bien antes de salir.

«Necesitas un préstamo. Un respiro. Lo que sea».

Su propia voz resonó, repitiendo lo que diría doña Amélia si viviera. Pero al mismo tiempo, otra parte gritaba con más fuerza: «No aceptes limosnas. No aceptes migajas. Puedes hacerlo tú misma».

Se detuvo frente al primer banco y respiró hondo. El cartel dorado brillaba como una promesa. Entró, ignorando el gélido aire acondicionado que la hacía tiritar. En la fila, Clara revisó el papeleo: extractos, recibos, facturas. Todo estaba organizado, todo demostraba que la panadería seguía vendiendo, que aún tenía clientes fieles. Solo necesitaba tiempo.

Cuando por fin se sentó frente al gerente, un hombre de traje gris con aspecto aburrido sintió un nudo en el estómago.

"¿Señora Clara Martins?" Se ajustó las gafas, hojeando las páginas como quien hojea una revista vieja. "Eh... Panadería Martins, ¿verdad? Una empresa unipersonal... Veo que los ingresos mensuales no cubren las deudas acumuladas."

Clara se enderezó en la silla, intentando contener la ansiedad.

"Pero tengo flujo de clientes. Si puedo modernizar el expositor, hacer una promoción, pagar a los proveedores por adelantado, puedo duplicar las ventas durante las festividades de junio. Solo necesito una fecha límite, un respiro."

El hombre se aclaró la garganta y escribió algo en la computadora. El sonido de las teclas era como un martillo que le martillaba cada negatividad en el alma. "Señora Clara, desafortunadamente, su historial crediticio es muy bajo." No hay garantías reales aparte del propio local comercial, que, por lo que veo, pertenece a la constructora de Albuquerque." Levantó la vista, impasible. "Eso realmente limita sus opciones."

Apretó los labios, intentando contener la ira. Claro que el nombre de Albuquerque estaría ahí, como una sombra tras cada puerta cerrada.

"¿No puede hacer una excepción?", insistió, casi en un susurro. "Trabajo duro, pago a todos los proveedores. Si pierdo el local, ni siquiera puedo pagar lo que debo."

"Entiendo su situación", dijo automáticamente. "Pero no podemos ayudarle ahora mismo." Clara salió del banco con las piernas temblorosas. El sol ya empezaba a ponerse, tiñendo la avenida de naranja. El sudor le corría por la nuca, pero el frío venía de dentro.

Respiró hondo, ignoró la opresión en el pecho y se dirigió a la segunda sucursal, al otro lado de la calle. Más filas, más papeleo, más miradas de lástima. Otro rechazo. Al salir, su teléfono vibró. Un mensaje de voz. Era Luísa.

"¡Amiga, llámame en cuanto oigas esto! Estoy preocupada, he oído que recibiste una notificación. Ven esta noche, hablemos, ¿vale?" ¡Te ayudaré con lo que necesites!

Clara aferró el teléfono en su mano. Luísa había sido su amiga desde el instituto, de esas que conocían todos sus secretos, incluso los que quería enterrar. La invitación era sincera: Luísa siempre había sido generosa. Rica, casada con un abogado que siempre ofrecía "préstamos sin intereses". Pero Clara conocía el sabor amargo de cada favor.

Se guardó el teléfono en el bolsillo, sin contestar. No iba a humillarse. No iba a deber favores que no pudiera pagar.

Se detuvo en un tercer banco antes de volver a la parada del autobús. El gerente, más amable que los demás, incluso le ofreció un café. Sonrió al rechazar el préstamo con la misma desenfado con la que comentaría el pronóstico del tiempo. Cuando por fin se sentó en el banco de madera de la parada, Clara sintió un hormigueo en las piernas. Las bolsas de plástico con provisiones para el día siguiente le pesaban en el regazo. Tenía que seguir horneando, vendiendo, sonriendo. El mundo no iba a parar. Porque estaba agotada.

Su teléfono vibró de nuevo. Otro mensaje, esta vez de Ana, la prima lejana que se había enterado de la deuda.

"¡Prima, ven a vivir conmigo una temporada, cierra esta panadería! Es solo un lugar viejo, aún eres joven, puedes conseguir trabajo en cualquier panadería. ¡No tienes que matarte por esto!".

Clara sintió que le hervía la sangre. ¿Cómo podía explicarles que no era solo un lugar viejo? Era lo único que aún la conectaba con su abuela, su padre, con la infancia que aún tenía sentido.

Miró al cielo, donde el sol comenzaba a desaparecer tras los altos edificios que se tragaban la ciudad.

"Si no lucho por esto, no me queda nada".

Se pasó la mano por la cara, intentando contener las lágrimas. Abrió el bolso y sacó un bloc amarillento donde anotaba sus pedidos. Mañana tendría dos pasteles de cumpleaños, cuatro docenas de brigadeiros y una hornada de pan de jengibre para la escuela del barrio. Trabajo. Supervivencia.

De repente, recordó algo que odiaba recordar. Una noche, años atrás, Enzo Albuquerque estaba apoyado en la puerta de la panadería, todavía con el traje puesto, con una sonrisa en la comisura de los labios.

"No tienes que trabajar tanto, Clarita. Ven conmigo. Yo lo arreglaré todo".

Ella dijo que no. Orgullo, vergüenza. Quizás miedo. Y ahora, años después, allí estaba él, dueño del edificio, dueño de la calle, dueño de un pedazo de su destino.

Sintió una opresión en el pecho. ¿Tendría que tragarse todo lo que había tragado para llamar a su puerta? No. No podía. Todavía no.

Llegó el autobús, soltando humo negro en su cara. Subió despacio, pagó con las monedas que había contado y se sentó cerca de la ventana.

Mientras el autobús se alejaba, Clara vio su reflejo en el cristal sucio: el pelo recogido en un moño improvisado, ojeras, la frente surcada por la preocupación. Pero en el fondo de sus ojos, una chispa. Pequeña, pero viva. "No importa cuántos bancos me digan que no, encontraré la manera. Aunque tenga que vender brigadeiros frente al edificio de Enzo Albuquerque".

Y, por primera vez ese día, una pequeña sonrisa, casi imperceptible, se dibujó en sus labios. Aún tenía fuerzas para luchar. Y mientras hubiera fuerzas, habría esperanza.

            
            

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