Una voz metálica, la de Carla, crepitó desde el altavoz del helicóptero.
-Oh, escúchenla. Todavía actúa como la gran y poderosa señora Montes.
Luego siguió la voz de Leonardo, goteando desprecio. -El chat en vivo se está volviendo loco, Ariadna. Todos hablan de cómo la gran familia Garza se fue a la quiebra. Parece que nadie vendrá a salvarte ahora.
Miré el teléfono en la mano de Carla. No podía leer los comentarios, pero podía imaginarlos. Leonardo había pasado años construyendo una narrativa de mí como una heredera mimada que menospreciaba sus humildes orígenes. Me había aislado de mi familia, convenciéndome de que estaban decepcionados de mi elección de casarme con él.
El sol era implacable. El sudor corría por mi cara y mi garganta se sentía como papel de lija. Cada paso era un esfuerzo. Empecé a sentirme mareada.
-Solo discúlpate, Ariadna -retumbó de nuevo la voz de Leonardo-. Ponte de rodillas y discúlpate con Carla por lo que le hiciste. Diles a todos lo cruel que fuiste. Hazlo, y te dejaré subir.
Carla se inclinó hacia el micrófono, su voz enfermizamente dulce. -Está bien, Leo. Estoy acostumbrada. Ella siempre me ha menospreciado. ¿Recuerdas esa vez que dijo que mis zapatos eran de la temporada pasada? Caminé a casa ese día, me dolían tanto los pies.
Recordaba vagamente el incidente. Le había elogiado los zapatos y ella lo había tomado como un insulto. Tenía un talento para torcerlo todo.
-Lo recuerdo -gruñó Leonardo. Su ira era una actuación, alimentada por las palabras de Carla-. Se cree mejor que nosotros.
Nunca había pensado eso. Había amado a Leonardo. Había renunciado a un futuro que mi familia quería para mí para estar con él. Había apoyado su negocio con mis propios fondos, fondos que ahora él controlaba. Todo porque creía en él. La comprensión de su profundo resentimiento me golpeó con la fuerza de un golpe físico.
No solo era inseguro; era cruel. Había planeado esto.
-¿Hizo que te dolieran los pies, Carla? -preguntó Leonardo, su voz peligrosamente suave.
-Sí -sollozó Carla-. Sangraban cuando llegué a casa.
Otra mentira. Pero Leonardo se tragó cada palabra.
Ladró una orden que no pude oír. El helicóptero descendió ligeramente y dos de los guardaespaldas de Leonardo saltaron, aterrizando pesadamente en la arena. Empezaron a caminar hacia mí.
Me mantuve firme, con el corazón latiendo con fuerza. ¿Y ahora qué?
-Carla dice que le lastimaste los pies -anunció la voz de Leonardo desde arriba-. Cree que no tienes idea de lo que es sufrir. Así que te vamos a enseñar una pequeña lección de empatía.
Los guardaespaldas me alcanzaron. Uno me agarró del brazo mientras el otro se arrodillaba.
-Órdenes del jefe -murmuró uno de ellos, sin mirarme a los ojos.
Desató mis tenis, me los quitó y los arrojó a un lado. Aterrizaron con un suave golpe en la arena.
Luego se retiraron, trotando de regreso a la escalera de cuerda que colgaba del helicóptero y subiendo.
El helicóptero se elevó más alto, un insecto malévolo en el vasto y vacío cielo.
Estaba sola de nuevo, descalza. La arena no era suave. Estaba ardiendo, cubierta de pequeñas y afiladas rocas que se sentían como vidrio bajo mis plantas. Di un paso y grité de dolor.