Damián me lanzó una última mirada de asco, antes de volver toda su atención a ella. Luego, la llevó suavemente de regreso al auto, como si estuviera hecha de cristal.
Yo, por mí parte, me quedé sola en el camino fangoso.
Minutos después, recibí un mensaje de texto de mi esposo. "A Carla se le está hinchando el tobillo. La llevaré al doctor. El chofer volverá por ti en una hora".
Después de leerlo, caí de rodillas, y las lágrimas que había estado conteniendo finalmente brotaron de mis ojos, mezclándose con las gotas de lluvia que había comenzado a caer de nuevo. Lloré por mi hijo perdido, por el amor que ahora era un arma usada en mi contra y por la mujer que solía ser.
Entonces, saqué de mi bolsillo el frasquito naranja que me dio el psiquiatra. Las pastillas parecían tan pequeñas e inofensivas. Me tragué una en seco. Era una promesa que me había hecho a mí misma, y que representaba un final.
Recogí las azucenas que yacían esparcidas por el suelo. Como se mancharon de lodo, limpié cada pétalo con el dobladillo de mi abrigo. Eran todo lo que me quedaba de ese día. Representaban mi amor, mi dolor y mi disculpa al bebé que no pude proteger.
Damián no volvió a casa esa noche, ni la siguiente. Al tercer día, lo vi en una publicación en la que me etiquetó una amiga. Era una transmisión en vivo de una lujosa fiesta en un club muy exclusivo.
Ahí estaba mi esposo, riendo, con una copa de champán en la mano. Carla se encontraba junto él, reluciente en un vestido de lentejuelas. Se inclinó hacia el micrófono de una alegre influencer.
"Damián, todo el mundo quiere saber cuándo vas a casarte con Carla", dijo esta última con entusiasmo.
Carla se rio tontamente, mientras se volvía hacia mi esposo, con los ojos muy abiertos y expectantes. "Sí, ¿cuándo nos casaremos?".
Entonces, alguien entre la multitud gritó: "¡Ya está casado!".
Carla hizo una mueca, una actuación perfecta de agravio. "Pero, no la ama", dijo, lo suficientemente alto para que la cámara captara su voz. "Damián, tienes que elegir", añadió.
Mi esposo miró a la cámara. Su apuesto rostro lucía serio cuando declaró sin dudar, con una voz profunda y resonante: "Carla, siempre te he amado solo a ti".
Al oír eso, la multitud estalló en vítores. Carla le echó los brazos al cuello, y enterró el rostro en su hombro. Alcancé a ver la sonrisa victoriosa que lanzó a la cámara.
A decir verdad, esa actuación me benefició, pues fue un fusilamiento público de mi matrimonio. En ese momento, por fin entendí que se había terminado definitivamente.
No se trataba de una venganza de Damián contra la familia de Carla. Tampoco era un juego; no cabía la menor duda de que la amaba. Todo el dolor y la humillación por la que me hizo pasar era... real.
Cuando cerré mi laptop, la habitación se quedó casi en total oscuridad. La única luz provenía de las farolas de afuera. El viento aullaba, sacudiendo las ventanas. De pronto, sentí en el vientre un dolor agudo y punzante que me hizo doblarme.
Era peor que los calambres habituales. Este me provocó una agonía feroz y desgarradora. Di tumbos hasta el baño, mientras un pavor gélido se apoderaba de mí. Cuando llegué, vi mucha sangre...
Más tarde desperté en el frío suelo de baldosas. El dolor ahora era un eco sordo y palpitante. Me sentía vacía. Una parte de mí me fue arrancada, dejando un enorme hueco.
Cuando abrí los ojos de nuevo, Damián estaba ahí. A regañadientes, por supuesto. Se encontraba arrodillado junto a mi cama de hospital. Su rostro mostraba una ensayada máscara de preocupación. "El doctor dijo que perdiste al bebé. Aún era muy... pequeño. Es común que suceda en embarazos químicos".
Minimizó mi pérdida, otra vida, otro hijo. Recordé una época, mucho tiempo atrás, cuando empezamos a intentar tener un bebé. Estaba tan emocionado que durante horas se la pasaba hablando acerca de nombres y de cómo sería nuestro hijo. Me abrazaba y me susurraba promesas de un futuro lleno de risas y amor.
Pero, ese hombre ya no existía. El que estaba junto a mi cama era un completo extraño.
De pronto, un recuerdo afloró, agudo y cruel; su declaración pública en el club. "Carla, siempre te he amado solo a ti".
El dolor en mi corazón era tan intenso que se sentía como una muerte física. Lo había perdido todo; a mis bebés y a mi esposo, incluso a mí misma.
Entonces, las lágrimas brotaron de mis ojos, tibias e imparables. Era un llanto de duelo, de rabia y de un amor completa y absolutamente destruido.
De repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Cuando volteé, vi a Carla, con los brazos cruzados y una expresión de impaciencia. Vestía un impecable conjunto blanco de tenis. "Damián, ¿vienes? Prometiste que hoy jugarías un partido conmigo".
Él soltó mi mano de inmediato. Se puso de pie y su atención se centró por completo en Carla. Caminó hacia ella, esbozando una sonrisa juguetona. "¿Estás celosa de que esté con mi esposa?".
"Ni lo digas. Solo estás perdiendo el tiempo", contestó Carla en tono burlón.
"Quizás me gusta perder el tiempo con ella, y me quede aquí todo el día", dijo él en tono de broma, tratando deliberadamente de provocarla
Estaban muy entretenidos en su juego enfermo y retorcido. Mi habitación de hospital era su patio de recreo, y mi dolor su diversión.