El susurro de tu voz
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Capítulo 4 Cuatro

Había llegado tarde, como a las 5 de la mañana. Tocamos en el Jazz Band Club esa noche, no hubo mucha gente, pero al menos nos pagaron. Matías no estaba, él se levantaba a las 6 y salía para la obra.

Martes y viernes.

Ese viernes llegó de estar con ella y me cogió en la ducha antes de que me fuera. Por culpa, seguro. Contra la pared, penetrándome por atrás, tirándome del pelo mojado y mordiéndome el cuello.

Era raro que me lo hiciera así. Por lo general era tirarse en la cama y esperar que yo lo montara. Ahora sacaba cuentas de las pocas veces en esos meses que me cogió como me gustaba de verdad, las veces que venía de estar con ella.

Me hizo gemir, jadear, gritar.

Me cogió como si lleváramos semanas sin tocarnos, me hizo acabar dos veces, me dejó los dedos marcados en la cintura. Me apretó los senos, me pellizcó los pezones y se vino hundiendo la cara en mi espalda.

¿Se la cogía a la mujer de ese tipo así también? Lloré más fuerte. Humillada, sintiéndome sucia. Hijo de puta.

Y el tipo ese disparaba palabras, fotografías. No estaba enojado, cualquiera en su lugar hubiera entrado pateando puertas. Estaba agobiado, cansado, no sé. Tenía los ojos encendidos, pero se aguantaba. Alto, pelo negro, bien vestido. Uno de esos que miras de lejos por qué sabes que jamás van a darte la hora.

Se descolocó cuando le grité, pero igual fue amable. Un pañuelo de seda. La rabia que tenía encima se me mezcló con el perfume de ese pedazo de trapo, se me metió en los pulmones.

-No entiendo para que vino, la verdad -le devolví el pañuelo.

-Por qué perdí la poca cordura que me quedaba. Yo no armo escenitas por ahí -estiró el brazo -No me dejo llevar. Pero no pensé.

-Se nota que no pensó -escupí.

-¿Hubiera preferido no saber? -me preguntó, con sarcasmo.

No sabía qué responder. Parte de mí odiaba que me hubiera dicho. La otra parte sabía que tenía razón. Mejor saberlo. Mejor que seguir siendo una idiota.

-No sé -le dije-. Pero ya está.

Ahí parado, no sé qué más quería que le dijera. Que le agradeciera o que lo mandara a la mierda. Yo solo quería que se fuera.

-Me voy -dijo.

-Sí, váyase.

Cuando cerré la puerta me apoyé contra la madera. Todo lo que había pasado en la ducha ahora tenía sentido. La urgencia, la culpa, la forma de cogerme como si fuera la última vez.

Porque tal vez lo era.

Empecé a juntar todo lo que tenía en un bolso. No podía dejar de llorar, Andrea me lo dijo mil veces: «Ese tipo no te quiere, Sabrina, date cuenta».

Pero no te das cuenta de nada cuando sientes la vida afianzada, tranquila, sin estar saltando de pensión en pensión huyendo de dos padres que te tuvieron porque el aire era gratis. No, la sensación de seguridad te ciega, te convence de que es mejor no saber.

Ni bien se lo conté, cuando el tal Marcos se fue, Andrea me gritó que me fuera ya, que le diera una patada en el culo, juntara mis cosas y me fuera a su casa. La verdad, no tenía adónde más caerme muerta. Pero ella estaba recién casada, estaba embarazada, ¿e iba a ir a meterme en su casa?

-Si no vienes, te busco de los pelos. Ya sal de ahí, ya, Sabrina. Acá nos acomodamos, nos arreglamos -me dijo.

Y en eso estaba cuando volvió del trabajo. Me vio hecha una furia metiendo cosas de golpe en el bolso y se asustó.

-¿Qué pasa? -me preguntó, acercándose a la cama.

-Vino un tipo hoy. Un tal Marcos Romero.

-¿Y?

-Es el marido de la mujer que te coges, Matías.

Esperaba escuchar cualquier cosa menos lo dijo. Que fue un error, una calentura de un rato, que no lo pensó bien. No sé, algo que me hiciera sentir menos como una sobra. Un indicio, una palabra que no fueran sus excusas egoístas de siempre. Pero no.

-Me enamoré de ella, Sabrina -lo dijo como si no importara nada más. Yo no existía en su vida, no había estado tres años soportándole las "depresiones".

Y exploté.

-¿Y para qué mierda me pediste matrimonio si estás enamorado de otra mujer, pedazo de basura? -le grité.

Se me caían las lágrimas de rabia.

-No lo sé, la verdad no lo sé. ¿No era lo que querías?

Le tiré por la cabeza el marco con la foto que nos habíamos sacado en las últimas vacaciones. No me había pedido que me casara con él porque me amaba, porque quería formar una familia conmigo, sino porque era lo lógico, el siguiente paso. Para conformarme, para que no jodiera.

-Venías de cogértela y me cogías a mí. ¿Qué pasaba? ¿No te sacabas todas las ganas?

Se quedaba callado, no me decía nada. Y yo lo sentía más como un rechazo, como que cuidaba de esa mujer guardándosela para él.

-Sabrina, tú sabes que lo nuestro no funcionaba. Hace tiempo que somos más como compañeros de casa que una pareja -dijo por fin.

-No.

-¿Cómo que no?

-No sabía nada. Y no éramos compañeros de nada. Para coger no éramos compañeros de casa, ¿no?

-Vamos, no te pongas así...

-Vete a la mierda, Matías. ¿Cómo quieres que me trague todo esto? Dime. Me engañaste. Punto.

-No quería lastimarte, de verdad -ese tonito condescendiente.

-¿No? Según tú, si no me enteraba no me estabas lastimando. ¿Cómo mierda funciona tu cabeza?

-Mira, es lo que me pasó, es lo que siento... Mejor si lo sabes, ya no tengo que mentir más.

Me hirvió la sangre. Era lo único que quería: no tener que fingir que era un buen tipo, que era un buen novio, que tenía la vida encaminada.

-¿Mejor para quién? -le pregunté-. ¿Para ti, que ya no tienes que hacer el esfuerzo de aparentar que me quieres?

-No es eso...

-¿No? Entonces explícame qué es. Porque acabas de decir que estás aliviado de no tener que mentir más.

-Sabrina, por favor. Estás exagerando todo. Yo siempre te quise.

-¿Me querías mientras te cogías a otra?

-Es diferente lo que siento por ella. Es más... maduro. Tú y yo éramos muy jóvenes cuando empezamos, éramos otra cosa.

-¿Esa es tu excusa?

-No es una excusa.

-¿Ah, no? ¿Y qué es? Porque yo no te engañé -seguí-. Yo no me cagué en tres años de tu vida. Yo no te pedí matrimonio mientras me veía a otro.

Se pasó la mano por el pelo, suspiró frustrado. Se ponía así cuando lo acorralaba, cuando no lo dejaba manipularme como hacía con todos.

-¿Y ahora qué vas a hacer? -me preguntó.

-¿Hacer con qué? ¿Contigo? Puedes morirte -le escupí, sacándome el anillo y tirándolo al piso.

-No, Sabrina. ¿Adónde vas a ir?

-¿Me estás echando? -estaba loco. No era una porquería, era un loco.

-No, no te echo -usaba esa voz baja de tratar de hacerme entender algo que mi estupidez no me dejaba-. Pero si vamos a romper no podemos seguir viviendo juntos.

Por supuesto, el apartamento era suyo. Yo era la maldita inquilina que limpiaba, cocinaba, lavaba la ropa. Que estaba ahí a disposición del señor para abrirme de piernas cuando a él se le ponía dura. Que le sostenía la cabeza mientras vomitaba todo el alcohol que se tomaba porque sentía que la vida no iba en la dirección que él soñaba.

-Tienes razón, me largo.

-¿Pero adónde?

-Como si te importara un carajo.

-No soy una basura. No tienes a nadie en la ciudad, no tienes adónde irte. ¿Qué vas a hacer? ¿Volver con tus padres?

Estaba esperando que le pidiera de rodillas que me dejara quedarme. Tenía eso: te rebajaba, te recordaba que no eras nada. Esa forma de retorcer las cosas para conseguir lo que quería, para hacerte decir lo que necesitaba escuchar.

-Me largo igual, no te preocupes. Así se ahorran el cuarto de hotel. Pero al menos pinta el baño, no la vayas a traer a este agujero sin arreglarlo antes. Se va a asustar la señora -me salió así, con burla.

Seguro que era ella quien pagaba, porque a Matías no le daba el bolsillo para un hotel 5 estrellas.

Me até el cabello, me puse el bolso en un hombro y el bajo en el otro. Desmantelar tres años de tu vida, duele. Pero duele más que la persona con quien los compartiste te vea como si fueras un error.

-¿Te pido un taxi? -me dijo, poniéndose de pie.

-Por mí púdrete, Matías.

Pegué el portazo y bajé casi corriendo porque me iba a largar a llorar otra vez. Cuando llegué abajo estaba sin aire, me ahogaba. La vecina de la planta baja sacaba la basura y me miró asustada, pero no me preguntó. Se metió rápido y cerró la puerta.

Eso me pasaba por terca, por insistir en algo que siempre tenía olor putrefacto. Por cómoda, por querer dejar de luchar todos los días con la vida.

Ahora me tocaba empezar otra vez.

            
            

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