Sus bellas mentiras, mi mundo hecho pedazos
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Capítulo 4

Punto de vista de Clara:

-¿Te gusta? -La voz de Aria era un susurro venenoso en mi oído.

La miré fijamente, la sangre rugiendo en mis oídos. Abrí la boca para decir algo, para gritar, para exigir cómo se atrevía...

-¡Oh! -gritó Aria, un jadeo repentino y teatral.

Se tambaleó hacia atrás, su mano volando hacia su estómago mientras su cuerpo se inclinaba en un ángulo imposible. Aterrizó en el suelo pulido con un golpe suave, su rostro una máscara de agonía cuidadosamente construida.

La habitación estalló en caos.

-¿Qué pasó?

-¡Dios mío, se cayó!

-¿Vieron eso? ¡Su hermana la empujó! ¡Empujó a una mujer embarazada!

-¡Que alguien llame a un doctor!

Las acusaciones volaron como dardos envenenados, cada uno encontrando su blanco en mi silencio atónito. No la había tocado. Ni siquiera me había movido. Pero en el torbellino de confusión, la narrativa ya se había establecido.

Entonces lo escuché. Una voz que atravesó el estruendo, afilada con un terror y una preocupación que nunca, jamás, había escuchado dirigida hacia mí.

-¡Aria!

Era Gabriel.

No había forma de confundir el pánico crudo y sin adulterar en su voz. Era el sonido de un hombre viendo cómo todo su mundo se desmoronaba. Lo había escuchado preocupado, lo había escuchado inquieto, pero nunca había escuchado esto. Este era el sonido del amor puro, sin diluir. Y era todo para ella.

En ese único y demoledor momento, el último y frágil hilo de esperanza al que ni siquiera sabía que me aferraba se rompió. La parte tonta y desesperada de mi corazón que susurraba, *quizás te equivocas, quizás todo es un malentendido*, murió una muerte final y violenta.

Él no era mi esposo. Nunca había sido mi esposo. Era de ella. Siempre había sido de ella.

Mi mundo, que se había estado agrietando lentamente durante meses, finalmente se fragmentó en un millón de pedazos irreparables. La mujer que era, la vida que había conocido, el amor en el que había creído... todo se había ido. No quedaba nada más que un vacío hueco y resonante.

Mis ojos, que habían estado abiertos de par en par por la conmoción, se endurecieron hasta volverse algo frío y resuelto. El dolor que había sido un peso constante en mi pecho no desapareció; se solidificó, convirtiéndose en un núcleo de hielo puro e inflexible. Mi amor por él, una vez un fuego rugiente, se extinguió por completo, dejando atrás nada más que cenizas frías y muertas.

Este único y desesperado grito por otra mujer fue la traición final. Fue el catalizador que transformó mi plan de un escape desesperado en un justo acto de venganza.

Él había tomado su decisión.

Ahora, viviría con las consecuencias.

                         

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