Esencias
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Capítulo 2 2

La señora Velázquez era una de mis clientas regulares. Pedía perfumes para ella, para la hermana, para un regalo. Traía amigas, casi las arrastraba, pero ellas también regresaban. Tenía una fragancia favorita y, al parecer, se bañaba con ella, porque cada seis del mes cruzaba la puerta y pedía más.

-La vieja esa está loca, ¿qué hará con los perfumes?

-Me dijo que es el aroma de su esposo fallecido, Clara. Debe esparcirlo por todos lados.

Guardaba mi propio recuerdo embotellado, por eso la entendía y me esforzaba por hacerlo perfecto. El mío era el de mi papá, aunque era un recuerdo distante y no podía asegurar que fuera justamente ese el aroma correcto. A mí me gustaba pensar que sí.

No sabía cómo lo hacía, me nacía, aunque algunas veces eran más difíciles. Como el de la semana pasada: entró un hombre un poco extraño, llegó por otro cliente. Me dijo que quería un perfume que le trajera a la memoria la época que había vivido junto al mar y al bosque.

Era un trabajo solitario la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando Clara aparecía para romper esa burbuja de aromas y silencios. A veces traía café, otras veces problemas, y esa tarde vino con ambos.

Llegó como solía hacerlo: entró y pasó a la parte de atrás sin más. Tenía esa sonrisa boba de felicidad que ponía después de ver a Pablo. Me fastidiaba.

-Hoy vine de visita, pero también a hacerte una propuesta de trabajo -empezó mientras ponía las tazas de café en la mesa.

-¿De trabajo?

-Sí, y es genial. Te va a encantar.

-A ver, ¿de qué se trata? -pregunté con curiosidad.

Clara y mis perfumes no encajaban en una ecuación laboral.

-Sabes que Pablo trabaja en la cadena de hoteles Romano -dijo su nombre y me puse tensa; es un reflejo que no controlo y que ella nota-. Antes de que digas nada, escúchame. Terminaron un hotel boutique en el centro, vi las fotografías y es hermoso. Lo inauguran el viernes y a Pablo se le ocurrió algo fuera de lo común: en vez de una gala, una experiencia sensorial.

-Ah.

-Sí, ya sé lo que estás pensando, pero esta vez en serio es buena idea. Van a incluir texturas, comida exótica, efectos visuales y, por supuesto, aromas. ¿Y a qué no sabes en quién pensó?

-Le regalo un lote de ambientadores de baño. Yo paso.

-Sabía que ibas a decir algo así. Sé que no te cae bien, pero ¿no puedes dejarlo pasar solo por esta vez? Él está entusiasmado y a ti no te vendrá mal ampliar tu clientela.

-¿No me cae bien? Te quedas corta con eso. Además, ¿por qué no vino él mismo si es un proyecto tan genial? No es profesional.

-Porque cree que lo vas a sacar a patadas.

-Y tiene razón. No me hace ninguna gracia facilitarle nada, mucho menos ayudarlo. Hay un montón de perfumistas que pueden darle lo mismo, o algo mejor.

La postura de Clara cambió. Se puso tensa y enderezó la espalda. Duró dos segundos, pero lo vi. Me chocaban esas reacciones que tenía, como si ese infeliz fuera lo mejor del mundo y ella lo defendiera sin palabras. Hasta el tono de su voz era otro.

-¿No puedes solo hacerlo como un favor para mí? Sabes que lo quiero, que es importante y me gusta verlo feliz.

-Si fuera recíproco no tendría problemas, pero no lo es.

Después de decir eso me di cuenta de que estaba dejando salir ese lado desagradable que tengo y ya me había jurado y perjurado que me guardaría mis opiniones sobre Pablito, para no lastimarla.

-Lo voy a pensar -terminé cediendo-. Hoy es lunes. La inauguración es el viernes, ¿no?

-Sí.

-Bueno, que me traiga la propuesta como corresponde. No voy a sacarlo a patadas.

-¿Segura?

-Sí.

-¡Gracias, amiga!

Un poco de satisfacción me daba verlo agachar la mirada cuando contestaba a sus comentarios. Y lo iba a hacer venir hasta Essenza solo para que entrara con esa misma actitud sumisa. Porque delante de mí no se atrevía a hacerse el chistoso.

Me dan pena esos medio hombres que solo saben imponerse rebajando a otros, especialmente a las mujeres. Cuando se cruzan con alguien que los iguala en su nivel de aspereza y los mira a los ojos esperando la refutación con la misma soberbia, se hacen un bollito.

El martes, el bollito hizo sonar el carrillón de la puerta cuando entró. Yo estaba detrás del mostrador terminando de acomodar unas cajas.

-Hola, Violeta.

-Hola, Pablo.

-Te traigo la propuesta del hotel boutique -dijo enseguida, mostrándome la carpeta.

-Pasa -señalé la puerta del estudio.

Se sentó y me pasó los papeles. Los leí tranquila; Clara tenía razón, era una buena idea. Estaba bien esquematizada, muy detallada. Sabían a la perfección lo que querían y eso me ahorraba la mitad del trabajo. Tampoco eran muchas fragancias: solo tenía que llevar la base y el corazón, y en el mismo lugar agregar las notas de salida de los aromas.

-¿Qué te pareció? -me preguntó con el tono de voz formal.

-Es bueno, me gusta.

-¡Ah, qué alivio! Este tipo de hotel es el primero que vamos a abrir. Queremos diferenciarnos desde el principio y, tal vez, sentar la base para algo nuevo. Tu trabajo no existe en ningún otro lugar, al menos no como tú lo haces. Eso nos suma exclusividad.

-Está bien, también me sirve.

-Enzo me dio autorización para conseguir los recursos que sean necesarios. Solo debes decirme qué precisas.

-¿Quién es Enzo?

-Enzo Romano, el presidente de la cadena. Él se involucra en cada proyecto, en cada hotel.

-Bueno, te haré una lista corta. Tengo la mayoría de los ingredientes.

-Gracias por sumarte.

-Lo hago por Clara.

Entendió y no dijo nada más. Se fue como vino.

Al rato, mi amiga me llamó para agradecerme como si hubiese aceptado donarle un riñón. Suspiré después de la llamada; cuando me hablaba así de feliz, la culpa me angustiaba. No sabía por qué me costaba tanto solo hacer de cuenta que no me importaba, por qué tenía que sentir tanto rechazo.

Ella lo quería y punto.

Junté los ingredientes: ylang-ylang, astillas de cedro, lavanda, haba tonka.

Un favor para Clara y Pablo, pero también una oportunidad para Essenza y para mí.

******************************************************************************************

Estaba ahí parada, con el cuerpo lleno de rabia y las manos temblándole, juntando sus cosas con torpeza. Me quedé callado y la observé de arriba abajo: cabello castaño, ojos marrones; la boca que terminaba en un arco de cupido pronunciado y la línea del cuello que se fundía con las clavículas. No era una belleza despampanante de tapa de revista, sin embargo, para mí era hermosa.

Seguro pensó que era un pervertido.

Me había olvidado por completo de que la experiencia la incluía con sus perfumes. Estuve tan ocupado con la remodelación, que dejé que mi amigo se ocupara del resto.

No sé qué me pasó al entrar a Nostalgia, pero giré automáticamente hacia el rincón de la discusión. Desde el hall no necesitaba escucharlas, la cara de Violeta lo decía todo.

Vi la expresión desesperada de Pablo y cómo se acercaba casi trotando, y lo seguí.

-Eres amiga de esa puta -escuché que le decía. Ella se giró con un trapo en la mano; estaba limpiando algo que se cayó sobre la mesa donde tenía sus perfumes.

La esposa de Pablo siempre era tan precisa para armar escándalos.

-No soy amiga de ninguna puta -contestó apretando los dientes.

¡Lo que me faltaba! En plena inauguración, una pelea de faldas.

-¿Te mandó a vigilar a mi marido?

-Estoy trabajando, no sea desubicada.

-Te conozco de sus redes sociales, tiene fotos contigo. Lo vive a Pablo, ¿y ahora también te da trabajo? No tienen vergüenza.

-Vergüenza es saber que te engaña y hacerte la desentendida.

Bueno, en eso tenía razón.

-¡Par de zorras!

Se puso roja como un tomate, seguramente le ardía la cara de rabia. Pablo llegó, y yo detrás.

-¿Qué mierda estás haciendo, Rosario? -le susurró al oído, tenso, enojado-. Baja la voz.

-Eres una basura. No te alcanza con revolcarte por ahí, tienes que traer a la amiga.

Ella estaba por largarse a llorar. Me dio un poco de lástima.

-Cállate. Vamos.

Pablo la agarró del brazo y la arrastró hacia una puerta detrás de la recepción.

No me moví. La miraba. Creo que la puse nerviosa, incómoda. La gente alrededor fingía no haber escuchado nada, pero los murmullos se esparcían como pólvora.

Le temblaban las manos mientras limpiaba el desastre del aceite. Eso era lo que emanaba: ese olor a neroli que se estaba volviendo insoportable. Me daba náuseas.

Pablo volvió solo después de un rato. Se acercó con esa sonrisa falsa que usaba con todos.

-Discúlpala, no está pasando por un buen momento -le susurró, inclinándose sobre la mesa.

-No me interesa por qué momento está pasando. Está chiflada, es tu problema, no el mío.

-Lo sé, lo sé. ¿Podemos... podemos no mencionarle esto a Clara?

Lo miró fijo. Lo hizo sentir patético, se le notaba en la cara.

-¿Sabes qué? Guárdate las disculpas. Me voy.

Empezó a recoger sus cosas.

-Dile al señor Romano que lo siento mucho; si quiere, le hago gratis un perfume para compensarlo.

Cuando escuché eso no sé qué me pasó. Con cualquier otra persona ni me hubiera molestado en hablar. No quería que se fuera, y menos así.

-El señor Romano soy yo -dije, sin sacarle los ojos de encima-. Y no tiene que disculparse por nada. Por favor, no se vaya. La situación fue... desafortunada, pero no fue su culpa. ¿Me permite invitarla a la cocina? Podría tomar algo, descansar un momento.

Abrió los ojos enormes cuando le dije mi nombre, pero no porque estuviera impresionada con mi apellido, sino porque le daba vergüenza la situación. Técnicamente estaba trabajando para mí y quería irse a medio terminar. Después noté algo más. Los hombres nos damos cuenta cuando una mujer nos mira de manera especial.

Dudó un momento, pero asintió. Total, peor no podía ponerse la noche.

-Por aquí -señalé una puerta lateral.

Pablo se había esfumado. La cocina estaba vacía y en silencio. El personal estaba ocupado con el catering en el salón. Se quedó parada mientras abría el refrigerador.

-¿Qué prefiere tomar? Hay vino, un licor de café bastante bueno, agua, gaseosa...

-Vino está bien.

Saqué una botella y busqué dos copas.

-¿Le molesta si la tuteo? Me resulta tedioso ser tan formal -serví el vino-. ¿Violeta, no? Pablo me comentó de sus perfumes.

-Ah, ¿sí? -su tono salió agresivo.

Se apoyó contra la mesada y me estudió por arriba del borde de su copa. Era insoportable cómo me ponía nervioso su mirada.

-Perdone, creo que empezamos mal. ¿Comenzamos de nuevo?

-Está bien. Y sí, puede tutearme -contestó, jugando con la copa sin probarla.

-Entonces tú también. Me llamo Enzo.

-Mucho gusto, Enzo.

-Pablo me dijo que haces perfumes personalizados.

-Sí, aunque hoy no fue mi mejor demostración.

-Al contrario. El aroma que se esparció... ¿Neroli, no? Fue lo mejor de la noche -mentí.

-¿Conoces de perfumería?

-No tanto como me gustaría -me aparté de la mesada y me acerqué más.

Me estaba haciendo el galán. Tanteando mis posibilidades. Tenía miedo de que escuchara mis articulaciones oxidadas rechinando. Porque una cosa eran las citas de una noche, donde no necesitaba más que una sonrisa y un par de halagos, y otra lo que me pasaba con ella.

Se me estaba parando, lo sentí contra el pantalón. Y ni siquiera hubo una sola palabra de insinuación, un gesto, nada. A lo mejor lo que me excitó fue su cara indignada o cómo pronunció la palabra «puta» con esa boca.

De pronto, dejó la copa en la mesada para frotarse los brazos tratando de entrar en calor; tenía frío. Y yo ahí parado prendiéndome fuego.

-Permíteme -dije mientras me desabrochaba el saco.

Me lo quité y se lo pasé por los hombros.

-Gracias... Tengo mucho frío.

-Qué raro. No hay ventanas, el aire acondicionado está apagado. ¿Comiste algo en toda la noche?

-Me robé unos canapés de una bandeja. Horribles.

-Puedo pedirle al chef que te prepare algo.

-No, no. No te molestes, estoy bien.

Todavía no sé si de verdad tenía frío o si quería verme de cerca, porque no apartó la mirada cuando le estaba poniendo el saco. Creo que me miró la entrepierna. Yo le miré el escote, disimuladamente. Se le escapaban un poco los senos, blancos, tentadores, suaves.

Me imaginé metiéndome uno en la boca y sentí el cosquilleo en la punta.

Era extraña y me hacía sentir extraño. Era atrevida, pero no de esa manera tan... tosca. Tenía chispa, optimismo y juventud. Sabía que me estaba metiendo en terreno borrascoso. No lo podía detener. Y tampoco quería.

            
            

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