El Dr. Brown. Mi supervisor. Mi... agresor de anoche.
Llegué al St. Jude una hora antes, una hora que pasé en la ducha, intentando lavar el olor a caos. Me puse scrubs limpios, pero sentía que la tela era un disfraz endeble. Tenía que verlo. Tenía que fingir que la noche era una alucinación inducida por el alcohol, tal como él había ordenado.
Entré a mi estación en el ala de Cirugía. Todo estaba en su lugar. Perfecto. Aséptico. Una mentira.
Diez minutos después, el objeto de mi pánico caminó por el pasillo. Lo vi antes de que me viera. Iba con el Dr. Evans y la Dra. Chen. Impecable, como si hubiera dormido ocho horas en una cámara hipobárica. Su traje de la noche anterior había sido reemplazado por unos scrubs perfectamente almidonados. No había ni una arruga, ni un rastro del animal que me había dominado. Su control era su arma más cruel.
Nuestros ojos se encontraron por una fracción de segundo. El brillo glaciar regresó a los suyos, pero noté algo más: una tensión casi dolorosa alrededor de su mandíbula. Él también estaba sufriendo, aunque su sufrimiento era la frustración de la perfección traicionada.
"Dra. Miller, buenos días," dijo, y su voz era la de siempre: concisa, profesional, una máquina.
Ni una mención. El silencio era total.
"Buenos días, Doctor Brown," respondí, mi voz más firme de lo que me sentía.
La mañana transcurrió con rondas y preparación para una colecistectomía. Me esforcé por ser el robot que él exigía. Fui eficiente, rápida y silenciosa. Pero la energía entre nosotros era tan espesa que sentía que podías cortarla con el escalpelo.
A media mañana, me llamó a la estación de enfermeras. Estábamos lo suficientemente lejos del equipo para ser discretos, pero lo suficientemente públicos para mantener la fachada.
"Dra. Miller, en la hoja de planificación de mañana, veo que ha sugerido una rotación de Urgencias para los nuevos residentes," me dijo, sosteniendo la tableta.
"Sí, Doctor. El trauma agudo desarrolla la velocidad de reacción. Es una sugerencia basada en la última conferencia del Johns Hopkins," respondí, la voz temblándome solo un poco.
Él levantó la mirada de la tableta. Sus ojos grises, fríos como la placa de titanio que usamos en trauma, me analizaron. Estaba buscando un resquicio, una señal de debilidad, una súplica por lo de anoche.
"Su criterio es ambicioso, Miller. Pero mi departamento no se rige por sugerencias ambiciosas. Se rige por el protocolo. La próxima vez, use los canales adecuados," me corrigió, volviendo al plano profesional, usando su autoridad como un escudo.
"Comprendido. Mi error," dije, bajando la cabeza, no por sumisión, sino por la necesidad desesperada de terminar la conversación.
Pero él no había terminado. Dejó la tableta, y el sonido fue como un golpe sordo.
"Y una última cosa, Miller. La precisión es un hábito que se mantiene 24 horas al día. No se enciende y se apaga a conveniencia. Si va a tener la audacia de entrar en mi departamento, espero que su disciplina lo refleje en cada una de sus decisiones. ¿Queda claro?"
Era su forma codificada de hablar del whiskey, del hotel, de la autodestrucción. Me estaba humillando sin nombrar el delito. Me estaba diciendo: Yo soy mejor que tú. Yo volví a mi control. Tú no.
"Absolutamente claro, Doctor Brown. No volverá a suceder," le prometí. Era la verdad más grande que había dicho en mi vida profesional. No por él, sino por mí. No me iba a destruir otra vez.
Dio un asentimiento cortante, la victoria de su control restaurado.
Después de esa tensa "conversación," me centré en mi trabajo. Durante un breve descanso, el Dr. Evans se me acercó.
"Miller, me ha dejado impresionado," me dijo, su rostro abierto y genuinamente entusiasta. Era todo lo contrario a Brown: accesible, nervioso, pero con un buen corazón. "Esa corrección sobre el potasio fue brillante. Honestamente, si Brown no estuviera casado con el protocolo, te habría felicitado."
Sonreí, un alivio genuino. "Gracias, Evans. Leí los casos de Brown como una tesis. Si vas a trabajar para el maestro, al menos conócelo mejor que él mismo, ¿no?"
Evans rió, y fue el primer sonido normal que escuché en 12 horas. "Esa es la actitud. Brown necesita que alguien le recuerde que es humano. ¿Te apetece café en la cafetería? Prometo que no está cerca."
Acepté. Evans era un recordatorio de que la vida en el hospital podía ser colaborativa, no una guerra. Él hablaba con admiración de Nick, pero con una sana distancia. Me sentí cómoda a su lado, y por unos minutos, el fantasma de la noche anterior se disipó.
Me despedí de Evans y pasé por la estación central. Nick estaba allí. Me vio hablando con Evans, riendo ligeramente. Vi el ceño fruncido imperceptible. Su resentimiento hacia mi desorden y ahora mi fácil conexión con su pupilo predilecto era una nueva capa de tensión.
El resto del día fue un infierno silencioso. Ambos trabajamos al límite de la eficiencia, evitando cualquier contacto visual o físico. El aire entre nosotros era una capa de hielo a punto de romperse.
Las dos semanas siguientes se convirtieron en una rutina insoportable. Nick y yo éramos maestros en el arte de la guerra fría profesional. Él me asignaba los casos más difíciles y exigentes; yo los superaba con una eficiencia silenciosa. Él era una muralla de hielo; yo era la tormenta que golpeaba contra ella, sin éxito.
La única tregua venía de Evans, quien se había convertido en mi compañero de almuerzo y mi confidente apolítico. Nick nos veía juntos. No decía nada. Pero yo sentía su mirada, pesada y crítica.
Mi vida, por fuera, había regresado al orden. Ningún e-mail de Recursos Humanos. Ningún toque de atención. El desastre de esa noche había quedado sellado.
Pero el silencio de Nick era una amenaza constante. Cada vez que pasaba junto a mí, la memoria de su agarre, la brutalidad de su beso, regresaba. Y con esa memoria, la punzada de la atracción prohibida y odiosa que me daba vergüenza admitir.
Hoy era Sábado. Mi día libre. Estaba en mi apartamento, planeando una carrera. Me sentía más cansada de lo normal. Atribuí la fatiga al estrés y al trabajo con Nick.
Fui a la cocina. El olor a café tostado, mi combustible habitual, me golpeó. De pronto, un mareo y una náusea violenta me obligaron a correr al baño.
Me quedé allí, temblando, el sabor amargo del vómito en mi boca. Esto no era normal. Había estado fatigada, sí, pero nunca enferma. Intenté recordar. El estrés. El cambio de horarios. La comida del hospital.
Luego, la verdad me golpeó, fría y precisa como un diagnóstico de Nick Brown.
Mi ciclo. Llevaba quince días de retraso.
Me levanté del suelo, mi corazón latiendo furiosamente en mis sienes. Mi mente, entrenada para la lógica y la precisión, hizo el cálculo. La noche en Hell's Kitchen. La única noche de mi vida en la que me había olvidado de la disciplina, el control, y la protección.
Nick Brown, el hombre que encarnaba mi desastre personal, el arquitecto de mi ruina profesional, no solo había contaminado mi carrera. Acababa de contaminar mi vida entera.
Me miré en el espejo, el rostro pálido. La promesa de Nick resonó en mi cabeza, la advertencia que me había dado al salir del hotel: "Mañana será un desastre aún mayor, Miller."
El desastre tenía forma. Y apenas estaba comenz