Y lo peor es que Luciano no deja de mirarla. Está completamente absorto. Apenas disimula su fascinación. ¿Desde cuándo le basta a mi hermano con una cara bonita?
Entorno los ojos, dejando que el silencio pese sobre la sala unos segundos. Luego, clavo la mirada en ella, como un bisturí dispuesto a cortar la ilusión.
–Dígame algo, señorita Liens –mi tono es seco, sin adornos. – ¿Qué conocimientos tiene sobre abogacía? Porque, hasta donde entiendo, no terminó sus estudios universitarios. Y aquí, la mediocridad no tiene lugar. No te veo preparada. No pareces capaz.
La sala se tensa. Luciano me mira, pero no interviene. Ella parpadea una sola vez. No desvía la mirada. No se encoge ni retrocede. Me incomoda que no lo haga.
–Tiene razón, señor Montalvo. No terminé la universidad. Pero no por falta de voluntad y la verdad no conozco nada específico sobre leyes –admite con una honestidad que casi me incomoda. – Pero tengo voluntad de aprender. Como secretaria, puedo adaptarme rápido, ser útil. Sé seguir instrucciones. Me he enfrentado a ambientes mucho más difíciles que este. Y nunca me eché atrás. Nunca. Lo que no sé, lo aprendo. Lo que ignoro, lo investigo. Si me dan una oportunidad, no van a lamentarlo.
La confianza que demuestra, pese a estar claramente nerviosa, me descoloca un poco. No está actuando. Esa seguridad viene de otro lado. De alguien que conoce el esfuerzo, pero no pienso ceder. –Las oficinas de este estudio son rigurosas –le digo, en tono bajo, arrastrando cada palabra como si pesaran. – Aquí no hay tiempo para que "alguien aprenda". Necesitamos resultados. Eficiencia. Y sobre todo, silencio. Nada de risas innecesarias, ni intervenciones fuera de lugar. ¿Eso lo entiende?
Ella asiente, sin titubear. –Sí, señor. Claramente.
La forma en que sostiene mi mirada, sin perder la compostura, me resulta... perturbadora. Hay algo en ella que no encaja con su currículum. Una fuerza invisible. O una historia oculta.
–Bien. En tres días estaremos llamando a la persona seleccionada. Si usted no recibe la llamada –digo, alzando apenas las cejas. –le recomiendo seguir buscando otro trabajo. Quizás en una cafetería. O un lugar donde las sonrisas importen más que las credenciales.
Ella se levanta con la misma calma con la que había hablado. No hay en su gesto ni una pizca de derrota. Camina hacia la puerta con pasos lentos, contenidos, como si meditara cada movimiento. Pero justo cuando su mano roza el picaporte, se detiene. Gira apenas el rostro, lo suficiente para mirarme por encima del hombro.
–Tengo entendido que los abogados suelen ser personas diplomáticas. O, al menos, lo disimulan bastante bien frente a sus clientes. Pero usted –dice con un tono punzante, casi quirúrgico– parece haber olvidado incluso cómo fingir amabilidad. Su arrogancia entra primero en la habitación, y no deja espacio para nada más.
La observo, incómodo. Pero ella no titubea. Se gira por completo, y lo que encuentro en su mirada no es altanería ni súplica. Es fuego. Es historia. Es dignidad.
–Sé que no soy lo que esperaban –continúa, cruzándose de brazos con una entereza desconcertante. – No tengo un apellido con peso en tribunales, no vengo de una familia con contactos, ni aparezco en los círculos sociales correctos. No terminé mi carrera. Sí, es cierto. Pero he sostenido juicios sola, sin más armas que mis palabras y mi convicción. He llenado formularios para mujeres que lloraban en silencio, he acompañado a niños que no sabían cómo hablarle al sistema, y he escuchado a ancianos que el mundo entero ya había decidido olvidar.
Hace una pausa. Un leve temblor le cruza la mandíbula, pero lo contiene. Lo transforma en fuerza.
–Y he aprendido a mantenerme en pie –añade– incluso cuando todo alrededor me exigía que me derrumbara. Así que, señor Montalvo... –y esta vez pronuncia mi apellido como si pesara. – si usted considera que no estoy a la altura de su prestigioso estudio, le agradezco profundamente no darme la oportunidad de trabajar con alguien como usted.
Y sin decir más, sin una despedida forzada, sin buscar redención en ninguna mirada, gira sobre sus talones y sale del despacho con paso decidido. Cierra la puerta de un portazo seco, directo, con el mismo ímpetu que dejó en el aire. El sonido retumba en las paredes como un eco de advertencia.
–Contratada –dice mi hermano de pronto, aún sonriendo como un niño que acaba de presenciar una explosión de fuegos artificiales.
Lo miro de reojo. Él me devuelve la mirada y, por primera vez en años, coincidimos en algo. –Contratada –repito, casi sin darme cuenta, mientras una extraña y molesta inquietud comienza a anidar dentro de mí, porque si es capaz de enfrentarse a mí, con esa convicción, con esa fuerza, con ese desprecio medido... entonces será perfectamente capaz de soportar los gritos, las amenazas, los juicios mediáticos y toda la suciedad que entra por esa puerta todos los días.
–Te cerraron la boca, querido hermano –dice Luciano con esa sonrisa arrogante que le conozco tan bien. Luego suelta una carcajada estruendosa, amplia, despreocupada, como si todo esto fuera un espectáculo diseñado solo para su entretenimiento.
Esa risa. Esa maldita risa que me atraviesa como un disparo. Camino hacia la puerta y con la mano sobre el picaporte de la puerta, mis dedos se tensan, los nudillos palidecen, pero no me doy vuelta. No quiero que vea cómo me hierve la sangre por dentro. No quiero que note cuánto me molesta su burla... o cuánto me perturba la seguridad con la que esa mujer me enfrentó hace unos minutos.
–¿Terminaste? –digo entre dientes, sin mirarlo.
Luciano se encoge de hombros y sigue con su estúpida sonrisita burlona mientras se recuesta en su silla giratoria como si estuviera en la terraza de un bar, no en medio de una oficina jurídica que exige respeto. –Solo digo la verdad, Richard. Admite que esa mujer te desarmó en tres frases. Y encima, con elegancia. A mí me cayó bien desde que cruzó esa puerta. Pero tu... tu parecías listo para devorarla viva.
–Cállate y haz tu maldito trabajo –escupo, esta vez girando sobre mis talones para mirarlo de frente.
Luciano se encoge de hombros otra vez, aunque esta vez su expresión cambia levemente. Aún sonríe, pero hay algo más en sus ojos: satisfacción. Como si hubiera ganado algo que yo todavía no comprendo.
–Tranquilo, hermano –dice, con voz más baja, casi condescendiente. – No todos pueden tolerar a una mujer que no tiembla ante el poder.
Ese comentario me perfora, aprieto los dientes. Siento el calor en la nuca, el pulso en las sienes. Abro la puerta con un golpe seco, y al salir dejo que el marco crujiente haga el resto del trabajo por mí.
Camino hacia mi oficina con pasos firmes, marcados, sintiendo cómo la rabia se mezcla con otra cosa más inquietante: respeto. Aunque me cueste admitirlo, esa mujer... esa insolente con voz temblorosa y mirada de acero... se ganó algo que muy pocos logran: mi atención.