No me enorgullece decir que manipulé la situación. No me enorgullece admitir que moví piezas en silencio, con la precisión de quien está acostumbrado a obtener lo que quiere sin dejar huellas visibles, para ser yo quien hiciera esa llamada. No fue por profesionalismo, ni por protocolo interno, y mucho menos por cortesía. Fue por algo mucho más turbio, más visceral, algo que no encaja en el discurso pulcro que suelo sostener frente a los demás: fue necesidad. Fue deseo. Fue la certeza incómoda de que, si no lo hacía yo, alguien más ocuparía ese lugar y yo no estaba dispuesto a permitirlo.
Me repetí varias veces que era una decisión estratégica, que era lógico, que yo era quien mejor podía transmitir las condiciones del puesto, pero la verdad es que todo eso era apenas una excusa elegante para no nombrar lo que realmente me impulsaba. Me costó admitirlo incluso para mí mismo. Pasé horas justificándome en silencio, ordenando mentalmente razones que sonaran razonables, profesionales, limpias, cuando en realidad lo que había detrás era una inquietud persistente, una imagen que no se me iba de la cabeza, una voz que todavía me vibraba en la memoria desde la entrevista.
Por eso terminé pidiéndoselo directamente a Clodette.
Entré a su oficina con el gesto neutro que uso cuando no quiero dar explicaciones, apoyé una mano sobre el respaldo de la silla y fui directo al punto, sin rodeos, porque sabía que cualquier exceso de palabras me traicionaría.
–Quiero ser yo quien le informe a la candidata que quedó seleccionada –dije.
Clodette alzó una ceja, apenas, lo justo para dejar claro que algo no le cerraba del todo. Me conoce lo suficiente como para saber que no suelo involucrarme en asuntos menores, y mucho menos en comunicaciones que podría hacer cualquier administrativo.
–¿Algún motivo en particular? –preguntó, sin hostilidad, pero con esa cautela silenciosa que siempre la acompaña.
La miré a los ojos, sosteniendo la expresión firme, controlada, y negué apenas con la cabeza.
–Prefiero encargarme personalmente.
Ella me observó unos segundos más, evaluándome, midiendo algo que no dijo en voz alta. Finalmente, sin hacer más preguntas, abrió un cajón, sacó una hoja con anotaciones y me pasó el número.
–Aquí tienes –dijo.– No la hagas perder el tiempo.
Asentí, tomé el papel y salí de la oficina con el pulso apenas acelerado.
Ya en mi despacho, cerré la puerta con seguro. Me senté frente al escritorio, apoyé los codos sobre la superficie de madera y miré el número en la pantalla del celular como si fuera algo más que una simple combinación de cifras. Mis dedos titubeaban. No era duda lo que sentía, era anticipación. Una expectativa peligrosa, cargada de preguntas que no debería estar haciéndome.
¿Y si no contesta?
¿Y si reconoce mi voz?
¿Y si suena indiferente?
¿Y si... no le importa?
Marqué.
El sonido de la llamada resonó en el silencio del despacho. Una vez. Dos. Tres. Cada tono me tensaba un poco más. Estuve a punto de cortar cuando, de pronto, escucho el clic.
–Ho... hola –dice.
Una sola palabra. Rota. Temblorosa. Apenas sostenida.
Y algo dentro de mí se parte en dos sin previo aviso.
No necesito más para saber que ha estado llorando. Lo percibo en la respiración irregular, en la forma en que arrastra la voz, en ese esfuerzo evidente por sonar normal cuando no lo está. Puedo imaginarla sin dificultad: los ojos enrojecidos, la garganta cerrada, el cuerpo aún vibrando por una emoción que no terminó de irse. Y, para mi sorpresa, una punzada incómoda me cruza el pecho, rápida, inesperada, como un reflejo que no logro controlar.
Me quedo en silencio un segundo de más. Un error mínimo. Inaceptable.
–Buenas tardes –digo al fin, forzándome a sonar neutro, profesional, distante.– ¿Hablo con la señorita Cristal Liens?
Del otro lado, un silencio breve, denso.
–S... sí, soy yo –responde.– ¿Quién habla?
Su voz sigue frágil, como si se sostuviera de algo invisible para no quebrarse del todo, y en ese instante escucho algo más.
–¿Quién es? –interviene una voz masculina, de fondo.
Grave. Segura. Demasiado segura para mi gusto.
Siento cómo la sangre me sube de golpe. La mandíbula se me tensa sin que pueda evitarlo. ¿Un hombre? ¿Con ella? ¿Ahora? La idea me resulta irracionalmente irritante. La rabia aparece sin pedir permiso, mordiéndome por dentro con una intensidad que no corresponde a la situación, pero que no consigo frenar.
¿Tiene pareja?
¿Por qué no lo dijo en la entrevista?
¿Quién es él para hablarle así?
¿Qué más está ocultando?
Aprieto el celular con más fuerza de la necesaria y trago saliva antes de continuar.
–Señorita Cristal –digo, esta vez con un tono más firme, más frío de lo que planeaba.– Llamo desde el estudio de abogados Montalvo.
Hay un leve movimiento del otro lado, como si se apartara para escuchar mejor.
–La contactamos para informarle que fue seleccionada para ocupar el puesto de secretaria administrativa.
No llego a terminar la frase cuando escucho un sollozo ahogado. No un llanto abierto, sino ese sonido contenido que se escapa cuando alguien intenta no llorar y fracasa. La reacción es inmediata. Algo en mí se endurece, no por indiferencia, sino porque no puedo permitirme reaccionar.
–Mañana deberá presentarse en nuestras oficinas a las siete en punto de la mañana –continúo, sin suavizar el tono.– No a las siete y cinco. No a las siete y uno. Un minuto más, y será despedida sin miramientos.
Respiro hondo antes de seguir, consciente de cada palabra.
–La puntualidad no es negociable. En este estudio se valora el respeto por el tiempo ajeno. Tenga eso presente.
Del otro lado, ella intenta decir algo. Lo percibo en el sonido entrecortado de su respiración, en un balbuceo que no llega a convertirse en palabra. Tal vez quiera agradecer. Tal vez preguntar. Tal vez llorar un poco más.
No se lo permito.
No le doy espacio a la emoción. Ni a la gratitud. Ni a la confusión.
Corto.
El silencio que queda después es espeso. Bajo el celular lentamente y me quedo mirando la pantalla apagada, con el reflejo de mi propio rostro devolviéndome una expresión que no me gusta reconocer. Mi pulso está acelerado. Demasiado para una simple llamada laboral.
Me reclino en la silla y exhalo con fuerza.
No debería importarme si está acompañada. No debería importarme si tiene a alguien en su vida. No debería importarme nada de lo que no esté estrictamente relacionado con su desempeño laboral.
Y, sin embargo, importa.
Me digo que es solo curiosidad. Que es control. Que es costumbre. Que estoy acostumbrado a saber con quién trato, a no dejar cabos sueltos. Pero la verdad es más incómoda que eso. La verdad es que hay algo en Cristal Liens que se me ha metido debajo de la piel, algo que no pidió permiso y que no pienso reconocer en voz alta.
Mañana estará aquí.
Bajo mis reglas.
En mi territorio.
Y entonces, tal vez, pueda averiguar por qué su voz me desarmó más de lo que debería.