El mensaje anónimo llegó un día después, un simple correo electrónico de una dirección irrastreable. Contenía un archivo comprimido. Mis manos temblaban mientras lo abría. Contenía registros de chat, meticulosamente compilados, entre Hernán y Ana Sofía. Las fechas se remontaban a años atrás, mucho antes de nuestro matrimonio. Las palabras confirmaron cada sospecha horrible.
*Hernán, su condición cardíaca está empeorando. Los médicos dicen que no puede tener un bebé. Mi amor, tenemos que movernos más rápido.*
*Lo sé, Ana Sofía. No te preocupes. Elena está haciendo su parte. Es fuerte, sana. El recipiente perfecto.*
*¿Pero y si se le ocurren ideas? ¿Y si no quiere entregarlo?*
*No tendrá opción. Ha renunciado a sus derechos. No es nada sin mí. Y una vez que nazca el niño, será redundante.*
Mi visión se nubló, las palabras se convirtieron en un tapiz repugnante de traición. Lo habían planeado. Desde el principio. Toda mi relación con Hernán fue un engaño calculado, un medio para un fin. Yo solo era la incubadora, la esposa desechable.
Luego, había un archivo de audio. Hice clic en reproducir, el pavor enroscándose en mi estómago. La voz de Hernán, suave y engañosamente tranquila, llenó la habitación.
-Ana Sofía, mi amor, sabes que esto es para nosotros. Para nuestro futuro. Elena me salvó la vida, sí, pero tú eres mi vida. Ella ha cumplido su propósito. Una vez que llegue el bebé, obtendré la custodia total. No tiene recursos, ni influencia. Un trágico accidente, quizás, cuando sea el momento adecuado. Algo que asegure que nunca pueda interferir. Y entonces, nuestro hijo será verdaderamente nuestro.
El sonido de mi propio jadeo ahogado fue tragado por la grabación. Un trágico accidente. Se me heló la sangre, el miedo y una nueva ola de náuseas me abrumaron. No solo iba a quitarme a mi bebé; iba a deshacerse de mí. Estaba planeando mi muerte.
La grabación terminó abruptamente. El silencio que siguió fue ensordecedor, sofocante. Mi mente se quedó en blanco, luego un torrente de imágenes pasó ante mis ojos: la sonrisa encantadora de Hernán, su toque gentil, los votos que intercambiamos. Todo mentiras. Cada una de las palabras.
Las lágrimas corrían por mi rostro, calientes y punzantes, pero no eran lágrimas de tristeza. Eran lágrimas de rabia pura y sin adulterar. Fui una tonta. Una tonta ingenua y confiada. No solo me había roto el corazón; lo había diseccionado, estudiado y luego descartado como desecho biológico.
Se me revolvió el estómago y apenas llegué al baño. Vomité hasta que no quedó nada más que bilis amarga y una desesperación cruda y ardiente. Mi cuerpo temblaba, débil y agotado, pero mi mente estaba más clara que nunca.
No había vuelta atrás. Ni lucha. Ni razonamiento con un hombre que me veía como un obstáculo a eliminar. Iba a matarme. O peor, iba a llevarse a mi hijo.
Saqué mi teléfono, mis dedos torpes. Desbloqueé el número de Hernán. Mi rabia había dado paso a una calma escalofriante, una claridad aterradora.
Lo llamé.
Respondió al primer timbre, su voz tensa con una ira apenas reprimida.
-¿Elena? ¿Qué quieres ahora? ¿Finalmente estás entrando en razón?
Mi voz era firme, cada palabra perfectamente enunciada, goteando hielo.
-¿Quieres a este niño, Hernán?
Un momento de silencio.
-Por supuesto que sí. Es mi heredero.
-Nunca lo tendrás -declaré, mi voz como una cuchilla-. No como tu heredero. No como el premio de Ana Sofía. Nunca, jamás, tocarás a mi hijo.
-¡No seas ridícula! -rugió-. ¿Crees que puedes detenerme? ¡Eres de mi propiedad, Elena! ¡Soy dueño de todo!
-No eres dueño de nada -repliqué, una risa amarga escapando de mis labios-. Eras dueño de una mentira, Hernán. Y ahora esa mentira está muerta.
-¿De qué estás hablando? -exigió, su voz cargada de confusión, luego de creciente sospecha.
-Querías que desapareciera, ¿no es así? -pregunté, mi voz peligrosamente suave-. Querías un trágico accidente. Bueno, aquí lo tienes, Hernán. Tu deseo se ha cumplido.
Colgué. Sin un momento de vacilación, saqué mi tarjeta SIM, la partí por la mitad y la dejé caer en la basura.
Luego, llamé a "La Red Clandestina".
-Estoy lista -le dije a la mujer al otro lado, mi voz desprovista de emoción-. Dime exactamente qué hacer.
La semana siguiente fue un borrón de detalles meticulosamente planeados. Una clínica aislada, una red de mujeres compasivas y una escena cuidadosamente orquestada. Me moví como un fantasma, siguiendo instrucciones, mi mente enfocada únicamente en la preciosa vida dentro de mí.
Los informes de los medios fueron rápidos y brutales. "Trágico incendio en clínica remota: Mujer embarazada identificada como Elena Yáñez, esposa del multimillonario tecnológico Hernán Torres, entre los fallecidos". Incluso encontraron un "anillo hecho a la medida" en las cenizas, una réplica que había mandado a fabricar, un último y retorcido símbolo de mi sacrificio. Las noticias mostraban imágenes de Hernán, pálido y angustiado, emitiendo una declaración de duelo.
Lo vi todo desde una abarrotada sala de espera del aeropuerto, mi cuerpo cubierto con capas de anonimato, mi cabello teñido de un negro intenso, unas gafas nuevas ocultando mis ojos. Mi corazón se sentía como un tambor hueco.
Mientras el avión despegaba, elevándose sobre la ciudad que una vez había sido mi prisión, puse mi mano sobre mi vientre. Mi hijo. Estaba a salvo. Era libre.
-Lo logramos, mi amor -susurré, las lágrimas trazando silenciosamente caminos por mis mejillas-. Salimos de ahí. Te prometo, Apolo, que tendrás una vida llena de amor, libertad y verdadera felicidad. Una vida lejos de la oscuridad que dejamos atrás.
El avión subió más alto, llevándonos hacia un nuevo comienzo, un nuevo nombre, una nueva vida. Y supe, con una certeza que se asentó en lo profundo de mis huesos, que nunca miraría hacia atrás.