Antes de que pudiera reaccionar, se abalanzó, balanceando el frasco en un arco salvaje. Me agaché, el cristal pasó rozando mi cabeza y se estrelló contra la pared de mármol con un estruendo ensordecedor. Los fragmentos volaron, algunos incrustándose en mi brazo. Un dolor agudo y punzante.
"¡Maldita sea!", siseé, mi propia furia explotando. Esto ya no era solo un combate verbal. Era una pelea.
De repente, dos hombres corpulentos, vestidos de negro, irrumpieron en el baño. Se movieron con una eficiencia escalofriante, agarrando mis brazos y aprisionándome contra la pared. No eran los hombres de Damián. Eran matones brutos, sus ojos fríos y vacíos.
"¡¿Qué están haciendo?!", exigí, luchando contra su agarre de hierro.
Julia, con el rostro triunfante, se acercó, una sonrisa malvada extendiéndose por sus labios. "Damián nunca volverá contigo ahora", susurró, su voz una caricia cruel. "Verá qué animal violento y desquiciado eres en realidad". Levantó la mano, sus uñas afiladas, y las pasó por mi cara, sacándome sangre. El dolor fue inmediato, un corte ardiente en mi mejilla.
"¡Suéltenme!", grité, pateando y debatiéndome. Pero su agarre era implacable.
Entonces, sacó una pequeña y elaboradamente tallada daga de plata de su bolso. Brilló bajo las luces intensas. Mis ojos se abrieron de miedo. Esto ya no era solo una pelea. Era algo mucho más siniestro.
"Te gusta jugar rudo, ¿no, Sofía?", gruñó, sus ojos brillando de malicia. Presionó la punta de la daga contra mi estómago, lo suficiente para romper la piel. Una nueva ola de dolor, un pinchazo frío y agudo. "Veamos cuánto te gusta esto". Presionó más fuerte, la punta hundiéndose más.
Una oleada de mareo me invadió. No solo por el dolor, sino por algo más. Sentía el estómago como un nudo, retorciéndose. Una náusea repentina y abrumadora. Mi visión se nubló. "¿Qué... qué hiciste?", jadeé, mi voz apenas un susurro.
Julia se rio, un sonido agudo y maníaco. "Oh, solo un detallito para que te arrepientas de haberme cruzado", canturreó. "Un té especial que preparé solo para ti. Algo para hacerte... desaparecer. Permanentemente".
La sangre se me heló. Me había envenenado. Ese era el té que me había dado antes, el que había descartado como simplemente amargo. El mundo se inclinó. Sentía las piernas como gelatina.
"Se está debilitando", gruñó uno de los hombres.
"Bien", siseó Julia. "Entonces terminemos con esto". Retiró la daga, lista para hundirla más profundo.
Pero antes de que pudiera, mi cuerpo convulsionó. Un dolor abrasador estalló en mi abdomen, peor que cualquier herida de cuchillo. Me doblé, vomitando violentamente, el contenido de mi estómago vaciándose sobre el impecable suelo de mármol. Los dos hombres que me sostenían aflojaron su agarre con asco.
Julia chilló, saltando hacia atrás. "¡Cerda asquerosa!".
La distracción momentánea fue todo lo que necesité. Empujé a los hombres, mi mente gritando: ¡Lucha, Sofía, lucha! Esto ya no era solo por dignidad. Era por supervivencia. Eché la cabeza hacia atrás, golpeando la nariz de un hombre. Un crujido nauseabundo. Gritó, soltando mi brazo. Me giré, pateando al otro hombre en la entrepierna. Se dobló, jadeando.
Salí tropezando del baño, mi cuerpo temblando, mi costado sangrando por el pinchazo de la daga, mi cabeza dando vueltas por el veneno. Tenía que salir. Tenía que buscar ayuda. Podía oír los gritos furiosos de Julia detrás de mí. "¡Atrápenla! ¡No dejen que escape!".
Corrí a ciegas por los pasillos desconocidos, mi visión nublándose, mi respiración entrecortada. El dolor en mi estómago se intensificó, una agonía ardiente y retorcida. La cabeza me daba vueltas. Podía oír pasos detrás de mí. Me estaban alcanzando. No lo lograría.
Justo cuando la desesperación amenazaba con tragarme por completo, vi una salida de servicio. La atravesé, encontrándome en un callejón poco iluminado. No me detuve, no miré hacia atrás. Mis piernas me fallaban, mi cuerpo gritaba en protesta. Necesitaba alejarme. Encontrar a alguien. A quien fuera.
Me derrumbé sobre el asfalto frío a unas cuadras de distancia, jadeando, agarrándome el estómago. El mundo se desvanecía y reaparecía. Pasos. Voces. No las de Julia. No las de sus matones.
"¿Señora? ¿Está bien?". Una voz amable, de un extraño. Unas manos fuertes me ayudaron a levantarme suavemente. "¡Está sangrando! Y se ve muy mal".
"Ayuda", grazné, apenas capaz de hablar. "Veneno... Damián... Julia...". Me desmayé en sus brazos.
Desperté más tarde, en otro hospital, con vías intravenosas en el brazo, una enfermera revisando mi pulso. Mi cabeza estaba despejada, las náuseas se habían ido, reemplazadas por un dolor sordo. Mis heridas estaban limpias y vendadas. El médico había dicho que era un veneno suave, gracias a Dios, y que habían logrado eliminar la mayor parte. Pero la herida del cuchillo era más profunda de lo que pensaba, requiriendo suturas.
Mi ira, antes una brasa latente, ahora rugía en un infierno llameante. Julia Sosa. Esa psicópata retorcida y manipuladora. Había intentado matarme. No solo emocionalmente, sino físicamente. ¿Y Damián? Había ignorado mis advertencias, desestimado mi dolor y corrido ciegamente a su lado.
Sentí una resolución fría y calculada instalarse en mi corazón. Esto ya no era un juego de rebeldía. Era la guerra.
Encontré a Julia al día siguiente, no lejos del hospital, cenando en un pintoresco café al aire libre. Se veía impecable, inocente con un vestido blanco de verano, sorbiendo té. Ni siquiera se había molestado en esconderse. Estaba demasiado confiada, demasiado arrogante en su percibida victoria.
Me acerqué a su mesa, mis pasos silenciosos. Levantó la vista, sobresaltada, sus ojos abriéndose de miedo. La delicada taza de té tintineó contra el platillo.
"Hola, Julia", dije, mi voz baja y peligrosamente tranquila. Mis ojos estaban fríos, desprovistos de toda calidez. "Qué casualidad encontrarte aquí".
Intentó recuperar la compostura, una sonrisa forzada jugando en sus labios. "¡Sofía! Estás... estás fuera del hospital. Estaba tan preocupada". Su voz era empalagosamente dulce, pero sus ojos delataban su miedo.
"¿Preocupada?", me burlé, una risa sin humor escapando de mis labios. "Lo dudo. Parecías bastante satisfecha contigo misma ayer, orquestando mi muerte". Mi mirada se endureció. "Déjame ser clara. Intentaste envenenarme. Hiciste que esos matones me atacaran. Esto no es un juego, Julia. Es un intento de asesinato".
Sus ojos parpadearon. "No sé de qué estás hablando", tartamudeó, su voz de repente aguda. "Estás delirando".
"¿Lo estoy?". Me incliné más cerca, mi voz un susurro peligroso. "Tengo testigos. Y tengo un muy buen recuerdo de los hombres que contrataste. Y un muy buen abogado al que le encanta desenterrar trapos sucios". Mis labios se curvaron en una sonrisa depredadora. "Me lastimaste, Julia. Intentaste quitarme la vida. Y te prometo que te arrepentirás de cada segundo".
Palideció, sus ojos moviéndose nerviosamente. "¡Damián nunca te creerá! ¡Me ama! ¡Me protegerá!".
"Damián no está aquí, ¿verdad?", dije, mi voz ganando fuerza. "Y ahora mismo, solo estamos tú y yo". Sin decir otra palabra, agarré su taza de té, la que había estado bebiendo, y con un movimiento rápido y deliberado, vertí el té hirviendo sobre su regazo.
Chilló, saltando, el líquido caliente empapando su vestido delgado. "¡Maldita zorra! ¡Me rompiste la muñeca!", gritó, agarrándose el brazo que yo le había torcido. Saltó sobre una pierna, mientras yo le pateaba la rodilla.
"Considéralo una probada de tu propia medicina", dije, mi voz escalofriantemente tranquila. Luego, con un empujón repentino y poderoso, la empujé. Tropezó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó sobre la barandilla baja del café, hundiéndose de cabeza en el estanque ornamental de abajo.
Un jadeo recorrió el café. Julia chilló, chapoteando en el agua poco profunda, su impecable vestido blanco empapado, pegado a ella. "¡Ayúdenme!", gimió, su voz patética. "¡Damián! ¡DAMIÁN!".
Me quedé allí, viéndola ahogarse en sus propios gritos patéticos, una fría satisfacción instalándose en mi pecho. La venganza era un plato que se sirve mejor frío.
Justo en ese momento, un borrón de movimiento. Una figura oscura. Damián. Apareció de la nada, su rostro grabado con pánico. Ni siquiera me miró. Sus ojos estaban fijos en Julia, que se agitaba en el agua. Sin un momento de vacilación, se zambulló en el estanque, sacándola, acunándola en sus brazos.
"¡Julia! ¿Estás bien?", exigió, su voz espesa por la preocupación. Le apartó el cabello mojado de la cara, su mirada llena de una preocupación frenética.
Ella se aferró a él, sollozando histéricamente. "¡Damián! ¡Ella... ella me atacó! ¡Me empujó! ¡Intentó ahogarme!". Sus ojos, grandes e inocentes, se dirigieron a mí, un destello de triunfo en sus profundidades.
La cabeza de Damián se levantó bruscamente, sus ojos, oscuros y furiosos, ardiendo en los míos. "¡Sofía! ¡¿Qué demonios has hecho?!", rugió, su voz temblando de rabia. "¡¿Estás loca?!".
Apreté la mandíbula. "¡Intentó envenenarme, Damián!", escupí, señalando a Julia. "¡Hizo que me atacaran! ¡Intentó matarme!".
"¡No la escuches, Damián!", gimió Julia, enterrando su rostro en su hombro. "¡Está mintiendo! ¡Siempre ha estado celosa de nosotros! ¡Es solo una loca!".
Damián miró a Julia, temblando y sollozando en sus brazos, y luego a mí, de pie desafiante, mi rostro manchado de sangre por las uñas de Julia, mi ropa ligeramente rasgada. No dudó. "Sofía, discúlpate con Julia. Ahora". Su voz era baja, peligrosa, una orden.
Mis ojos se abrieron de incredulidad. "¿Disculparme?!", me burlé, una risa amarga escapando de mis labios. "¿Después de lo que hizo? ¿Después de que me abandonaste? ¿Quieres que me disculpe con ella?".
"Claramente no está bien, Sofía", dijo, su voz endureciéndose. "Estás fuera de control. Discúlpate, o haré que te arrepientas".
"¡Hay grabaciones de seguridad, Damián!", supliqué, mi voz elevándose. "¡Revisa las cámaras! ¡Mostrarán todo! ¡Ella contrató a esos hombres, me envenenó!".
Julia de repente jadeó, su cuerpo convulsionando. "Oh, Damián... mi cabeza... me siento débil...", gimió, agarrándose las sienes. Se desvaneció en sus brazos.
Su atención volvió inmediatamente a ella. "¡Julia! ¡¿Qué pasa?!". Parecía aterrorizado. La levantó, ignorando mis súplicas, ignorando la sangre que corría por mi cara. "¡Que alguien llame a una ambulancia! ¡Llévenla a un hospital!".
Me fulminó con la mirada, sus ojos ardiendo de furia. "Sofía, estás yendo demasiado lejos. No me importa cuál sea tu retorcida versión de los hechos. Atacaste a una mujer enferma. Esto es inaceptable". Se volvió hacia su equipo de seguridad, que acababa de llegar. "Llévenla a casa. Y asegúrense de que no se vaya. No debe poner un pie fuera de esa mansión hasta que yo lo diga. Castíguenla. Hagan que entienda las consecuencias de sus actos".
La sangre se me heló. ¿Castigarme? Conocía mi miedo al encierro, a estar atrapada. Sabía cuánto odiaba que me controlaran. Me estaba enviando al único lugar que más temía. Mis ojos ardían con lágrimas no derramadas. "No te atreverías, Damián", susurré, mi voz cruda por la incredulidad. "No lo harías".
No respondió. Simplemente se dio la vuelta, con Julia todavía inerte en sus brazos, y se alejó, dándome la espalda una vez más. Igual que en el vestíbulo del hotel. Siempre eligiéndola a ella. Siempre abandonándome a mí.
Los guardias de seguridad se movieron hacia mí, sus rostros sombríos. Luché, grité, peleé, pero fue inútil. Eran demasiado fuertes. Me arrastraron a su coche, mi corazón palpitando con una mezcla de terror y rabia al rojo vivo. Él lo sabía. Conocía mi mayor miedo, y lo estaba usando en mi contra. La mansión, una vez un símbolo de mi libertad rebelde, era ahora mi jaula de oro.
Pasé la noche siguiente en la mansión, encerrada en mi habitación. No era una prisión grandiosa y lujosa. Era una tumba oscura y sofocante. Cada sombra parecía retorcerse en formas monstruosas, cada crujido de la vieja casa se amplificaba en un chillido aterrador. Odiaba la oscuridad. Odiaba estar sola. Y él lo sabía. Lo sabía demasiado bien.
El sol finalmente salió, arrojando una luz pálida y débil a través de las pesadas cortinas. Yacía acurrucada en un rincón de la habitación, mi cuerpo temblando, mi mente entumecida. No había dormido. No me había movido. El terror de la noche, la soledad aplastante, me habían consumido.
La puerta se abrió con un crujido. Damián. Estaba allí, su rostro demacrado, sus ojos sombreados por el agotamiento. Me miró, acurrucada en el suelo, mi rostro manchado de lágrimas secas y sangre, mi cuerpo temblando. Un destello de algo -¿remordimiento? ¿arrepentimiento?- cruzó su rostro.
"Sofía", dijo, su voz sorprendentemente suave. Se arrodilló, buscándome. "¿Estás bien? Tienes la cara cortada".
Retrocedí de su toque como si estuviera hecho de fuego. Mi mano se disparó, no para apartarlo, sino para golpearlo. Mi palma conectó con su mejilla, una bofetada aguda y resonante. "¡No te atrevas a tocarme!", grité, mi voz cruda por la furia contenida. "¡Monstruo! ¡Me encerraste aquí! ¡Lo sabías! ¡Sabías que tenía miedo de la oscuridad! ¡De estar sola! ¡Lo sabías, y aun así lo hiciste!".
No se inmutó. Solo me miró, su mejilla enrojeciendo por mi golpe. "Necesitaba que entendieras", murmuró, su voz baja. "No puedes simplemente atacar a la gente, Sofía. Casi la matas".
"¡Ella intentó matarme primero, tonto ciego!", sollocé, las lágrimas finalmente fluyendo libremente. "¡Me envenenó! ¡Envió a esos hombres! ¡Es malvada, Damián! ¡Y estás tan obsesionado con ella, tan desesperado por revivir tu pasado, que ni siquiera puedes verlo!".
Me observó, su rostro ilegible. "Haré lo que sea necesario para arreglar las cosas", dijo, su voz firme. "Lo que sea necesario para que te quedes aquí, Sofía. Conmigo".
"¿Quieres arreglar las cosas?", me ahogué, una risa amarga escapando de mis labios. "¡Entonces déjame ir, Damián! ¡Déjame ir! Esto no es un matrimonio. Es una prisión. ¡Y no seré tu prisionera, tu reemplazo, tu escudo conveniente, nunca más!".
Se levantó, su rostro endureciéndose. "Nunca", declaró, su voz resuelta. "Eres mía, Sofía. Y seguirás siendo mía. No importa qué". Se giró para irse, luego se detuvo. "Tu asignación ha sido depositada. Compra lo que quieras. Cualquier cosa que te haga feliz. Solo... quédate".
Mi risa fue aguda, histérica. "¿Crees que el dinero puede arreglar esto, Damián?", grité, las palabras desgarrándose de mi garganta. "¿Crees que tu dinero puede comprar mi perdón? ¿Mi felicidad? ¿Mi libertad?". Agarré el objeto más cercano, un pesado pisapapeles de cristal, y lo arrojé al otro lado de la habitación. Se hizo añicos contra la pared, el sonido resonando en el silencio. "¡Quédate con tu dinero, Damián! ¡Quédate con tu prisión! ¡No quiero nada de ti!".
Solo me miró, un destello de dolor en sus ojos, luego se dio la vuelta y salió, dejándome sola en la habitación destrozada. El silencio era ensordecedor. Me dolía el corazón, un dolor profundo y hueco que ninguna cantidad de dinero, ninguna cantidad de lujo forzado, podría llenar jamás. Creyó que podía comprarme. Creyó que podía quebrarme. Pero estaba equivocado.
Mi mente, sin embargo, ya estaba corriendo. Había dicho: "Tu asignación ha sido depositada". Había firmado los papeles del divorcio. Solo que no lo sabía. Creyó que me estaba dando una jaula de oro. Usaría su propio dinero para comprar mi libertad. Haría que se arrepintiera de cada una de sus arrogantes y posesivas decisiones. Lo dejaría. Y ni siquiera lo vería venir.