Frida, Gerardo, sus amigos. Los jactanciosos, los que se creían invulnerables.
Regresé sobre mis pasos, la rabia aún ardiendo en mi pecho, pero algo más, una especie de instinto primario, me impulsaba.
Cuando llegué de nuevo al claro, el caos reinaba.
Gritos, exclamaciones de pánico.
Rodolfo, el amigo de Gerardo, corría de un lado a otro, su rostro blanco.
"¡Gerardo! ¡Gerardo ha desaparecido!", gritó.
Mi corazón se detuvo.
Frida estaba llorando histéricamente, aferrada a otro de los amigos.
"¡Estaba persiguiendo al oso! ¡Quería impresionarme! ¡Y ahora no está!"
¿Oso? ¿Gerardo persiguiendo a un oso?
Una ola de incredulidad me invadió.
"¿Qué oso?", pregunté, mi voz sorprendentemente calma en medio del pánico.
Rodolfo se giró hacia mí, sus ojos llenos de furia.
"¡Es tu culpa, Martina! ¡Siempre lo provocas! ¡Estaba intentando impresionarnos!"
"¿Impresionarlos? ¿Persiguiendo a un oso en una tormenta a punto de caer?", pregunté, mi voz cargada de sarcasmo.
"Es la estupidez más grande que he escuchado en mi vida".
"¡Cállate, bruja!", gritó Enrique, el otro amigo. "¡No sabes nada!"
No respondí.
Mis ojos escanearon el bosque, buscando pistas.
La tormenta ya estaba sobre nosotros, la lluvia comenzaba a caer con fuerza.
Vi el caballo de Gerardo, atado a un árbol, relinchando nerviosamente.
Sin pensarlo dos veces, me acerqué, desaté las riendas y monté.
"¡Adónde vas!", gritó Rodolfo.
"Voy a buscarlo", dije, mi voz resonando con una autoridad que los sorprendió.
"Y ustedes, quédense aquí. No hagan ninguna estupidez más".
Y me adentré en el bosque, dejando atrás sus gritos de asombro y susurros.
¿Por qué hago esto?, me pregunté. ¿Por qué me importa?
La respuesta no tardó en llegar.
No era por amor. Ni por lástima.
Era por una deuda. Una deuda que me negaba a tener.
Recordé el día en que un accidente, un caballo desbocado, me tiró en un barranco.
Gerardo, el Gerardo de antes, el que creí conocer, me rescató.
Se rompió el brazo al sacarme de allí.
Me sentí endeudada. Atada a esa deuda.
Una deuda de vida.
Y yo no quería deberle nada. Absolutamente nada.
Así que lo buscaría. Lo salvaría.
Y luego, esa deuda estaría saldada.
Y yo sería libre.
Cabalgaba con destreza, el caballo sorteando ramas y rocas en la oscuridad.
El bosque, que una vez fue mi refugio, ahora era un laberinto peligroso.
Pero lo conocía. Las sendas, los arroyos, los riscos.
Mi abuelo, Augusto, me había enseñado los secretos de estas montañas.
Después de lo que parecieron horas, lo encontré.
Estaba tendido en el suelo, inconsciente, cerca de un barranco.
Un oso, o lo que quedaba de él, yacía muerto a unos metros de distancia.
Había luchado. Y había ganado. Pero había pagado un precio.
Tenía la pierna torcida en un ángulo antinatural, y su cabeza sangraba.
Me bajé del caballo, mi corazón latiendo con fuerza.
Me acerqué a él, mi vista se posó en su rostro pálido.
Murmuró algo. Su boca se movió.
Acerqué mi oído, mi corazón, estúpidamente, esperando escuchar mi nombre.
Esperando, quizás, una disculpa. Un arrepentimiento.
Pero no.
"Frida... mi amor...", susurró, su voz débil, pero clara.
"Lo hice por ti... por impresionarte..."
Sentí un frío que me recorrió el cuerpo.
Ni siquiera en su inconsciencia, ni siquiera al borde de la muerte, pensaba en mí.
Todo era por Frida.
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios.
La deuda. Tenía que saldar la deuda.
Lo levanté con dificultad, su cuerpo pesado, inerte.
Lo subí al caballo, atándolo con las riendas para que no se cayera.
Justo en ese momento, un aullido resonó en el bosque.
Y luego otro. Y otro.
Manada de lobos.
Y estábamos en su territorio.
Sentí un escalofrío de terror, pero no por mí.
Por él. Por la deuda.
Los lobos se acercaban, sus ojos brillando en la oscuridad.
No había tiempo para pensar. Solo para actuar.
Saqué el cuchillo de caza que siempre llevaba conmigo, un regalo de mi abuelo.
Era mi única arma.
El primer lobo se abalanzó, sus dientes afilados, sus ojos inyectados en sangre.
Lo esquivé, el cuchillo brilló en la oscuridad.
Un gemido, y el lobo cayó al suelo.
Pero venían más.
Luché con la ferocidad de una bestia herida, cada golpe, cada corte, una extensión de mi rabia contenida.
No era solo por la deuda. Era por mi vida. Por mi dignidad.
Finalmente, los lobos retrocedieron, dejando un rastro de sangre en la tierra mojada.
Estaba exhausta, mi cuerpo dolía, mi ropa estaba rasgada.
Y mi brazo.
Sentí un dolor agudo, un ardor insoportable.
Miré mi brazo. Una herida profunda, sangrando profusamente.
Una mordida de lobo.
Una sonrisa sin humor se dibujó en mis labios.
Gerardo se había roto el brazo por mí.
Yo me había roto el alma por él.
Y ahora, me había mordido un lobo.
La deuda estaba saldada.
Ahora sí.
Con dificultad, monté el caballo de nuevo, llevando a Gerardo conmigo.
El viaje de regreso fue una tortura.
El dolor en mi brazo era insoportable, la sangre empapaba mi ropa.
Pero no me detuve.
Cuando finalmente llegué al claro, la mansión Bermúdez estaba envuelta en la oscuridad.
Todos dormían. O eso creí.
Me bajé del caballo, mi cuerpo se derrumbó en el suelo.
Gerardo, aún inconsciente, se deslizó a mi lado.
"¡Martina! ¡Gerardo!", la voz de Frida rompió el silencio.
Corrió hacia nosotros, su rostro pálido, sus ojos llenos de preocupación.
Pero al verme herida, el alivio en su rostro se transformó en algo más.
Envidia.
"¡Trajiste a Gerardo!", dijo, su voz con un hilo de sorpresa.
"¿Qué te pasó? ¡Estás herida!"
No respondí. Estaba agotada, al borde del colapso.
"¡Rápido! ¡Hay que llevar a Gerardo al hospital!", gritó Frida.
"¡Está muy mal!"
Los amigos de Gerardo salieron de la mansión, sus rostros llenos de alivio al ver a su amigo.
Pero al ver mi brazo, sus ojos se llenaron de algo que no pude descifrar.
¿Lástima? ¿O asco?
Me desplomé en el suelo, la oscuridad regresando para reclamarme.
Pero antes de que me fuera por completo, escuché la voz de Frida.
"¡Yo lo encontré! ¡Yo lo salvé! ¡Fui yo quien lo sacó del bosque!"
Y luego, la oscuridad me envolvió.