Intentó calmarse, respirar, encontrar un atisbo de control en una situación en la que no tenía ninguno. Pero era imposible.
La desesperación la devoraba desde dentro, la sensación de encierro se hacía cada vez más insoportable. Estaba atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.
Aaron, por su parte, no parecía afectado en absoluto. Se recostaba con arrogancia en su asiento, bebiendo whisky con la misma indiferencia con la que la había arrancado de su vida. Como si su sufrimiento no significara nada.
Cuando el piloto anunció su llegada, Katerina sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
No quería salir de ese avión. No quería poner un pie en un país que nunca había sido suyo. No quería seguir adelante con esto.
Pero no tenía opción. Todos habían decidido por ella.
Estados Unidos.
El avión aterrizó suavemente en la pista privada, donde ya los esperaban varias camionetas negras.
Aaron se puso de pie con calma, abrochándose la chaqueta de su impecable traje negro antes de mirar de reojo a Katerina.
Ella no se movió.
Uno de los guardaespaldas se acercó a su lado, su expresión severa.
-Debe bajar, señorita Volkov.
El tono frío y autoritario solo avivó su frustración. ¿Cómo podía seguir permitiendo esto? Su orgullo le gritaba que resistiera, que luchara... pero la realidad era un muro impenetrable contra el que no podía hacer nada.
Respiró hondo y se obligó a ponerse de pie. Pero no porque lo aceptara. Sino porque no le quedaba alternativa.
Al salir del avión, el aire fresco de la noche le golpeó el rostro, pero no le trajo alivio. Era la brisa de un país al que no pertenecía, de un lugar que nunca sería su hogar.
Un hombre se acercó a Aaron con paso firme.
-Señor, su padre ya lo está esperando.
Aaron asintió con la misma serenidad con la que siempre actuaba. Tan inquebrantable, tan inhumano.
-Lleven a la señorita Volkov a la mansión -ordenó sin mirarla siquiera-. No la pierdan de vista.
Luego, giró la cabeza y posó sus ojos azules sobre Katerina.
-No intentes empacar. Aquello es imposible.
Katerina sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Era una advertencia.
Aaron no esperó su reacción. Sin más, se subió a la primera camioneta y desapareció en la carretera.
Katerina se quedó inmóvil, mirando el vehículo alejarse con el corazón encogido. No había nada que pudiera hacer.
Un guardaespaldas abrió la puerta de una de las camionetas.
-Entre, señorita Volkov.
Apretó los puños con rabia contenida. Pero, una vez más, no tenía elección.
Se subió al vehículo, sintiéndose más prisionera que nunca.
La Mansión Morgan.
El trayecto hasta la residencia de los Morgan fue una tortura de silencios y miradas vigilantes. Katerina mantuvo la vista en la ventanilla, observando cómo la ciudad se desdibujaba a medida que se adentraban en una zona de lujo absoluto.
Cuando llegaron, su corazón se encogió.
Era un palacio.
La mansión se alzaba imponente, con columnas de mármol, ventanales enormes y jardines perfectamente cuidados. Todo gritaba riqueza y poder.
Las puertas se abrieron, y los guardaespaldas la guiaron al interior.
El vestíbulo era aún más deslumbrante que el exterior. Techos altos, candelabros brillantes y muebles que parecían sacados de un museo.
Pero lo que más llamó su atención fueron las cuatro figuras que la esperaban en la sala.
Tres jóvenes de aspecto refinado y una mujer de elegante presencia la observaban con curiosidad.
La primera en ponerse de pie fue la mujer mayor. Alicia Morgan.
Sus ojos se entrecerraron al ver a Katerina.
-¿Quién es usted? - Pregunta Alicia su tono era mesurado, pero su mirada era inquisitiva.
Las otras tres jóvenes se mantuvieron en sus lugares, expectantes.
Katerina sintió un nudo en la garganta. No quería estar aquí.
Pero no podía callar.
Alzó el mentón con orgullo y dejó que las palabras salieran con la crudeza de la verdad:
-Estoy aquí en contra de mi voluntad.
El aire en la sala se tensó.
Las tres jóvenes se miraron entre sí, sorprendidas.
Alicia frunció levemente el ceño.
-¿Perdón?
Katerina no titubeó.
-Fui comprada. Como si no fuera más que una simple transacción. Aaron Morgan me obligó a venir aquí.
Las tres jóvenes se enderezaron de inmediato. El impacto en sus rostros era evidente.
-¿Quién hizo eso? -preguntó una de ellas, con incredulidad.
Katerina sostuvo su mirada sin vacilar.
-Aaron Morgan.
El nombre cayó como un peso en la sala.
Alicia apretó los labios en una línea tensa, mientras las tres jóvenes intercambiaban miradas.
El ambiente se volvió más denso, y Katerina supo que su presencia en esta familia no iba a ser fácil.
El edificio Morgan Empire se alzaba imponente en el centro de Manhattan, dominando el horizonte con su estructura de vidrio y acero. Su nombre no solo representaba una empresa, sino un legado. Un imperio construido a base de estrategia, ambición y control absoluto.
Aaron Morgan descendió del automóvil con la misma elegancia y frialdad de siempre. Su traje negro, perfectamente ajustado, resaltaba aún más el hielo de sus ojos azules. Entró al edificio con pasos firmes, sin necesidad de que nadie lo escoltara. Era un Morgan. Aquí, él era el rey.
Los empleados bajaban la cabeza en señal de respeto a su paso. Sabían quién era. Sabían de qué era capaz.
Cuando llegó al piso ejecutivo, su padre, Alessandro Morgan, ya lo esperaba en su despacho.
Aaron no tocó la puerta. Entró como si el mundo le perteneciera.
Alessandro, un hombre de presencia imponente, con cabellos oscuros apenas salpicados de canas y una mirada penetrante, lo recibió con una leve inclinación de cabeza. No eran solo padre e hijo. Eran dos titanes de los negocios.
-Puntual, como siempre -comentó Alessandro, dejando a un lado unos documentos-. ¿Cómo estuvo tu viaje?
-Productivo. Rusia es un terreno inestable, pero útil cuando se sabe dónde pisar.
El padre esbozó una leve sonrisa.
-No esperaba menos. ¿Las negociaciones con los Volkov?
Aaron se sentó frente al escritorio con tranquilidad.
-Finalizadas. Sergei Volkov aceptó el acuerdo en los términos que establecí. Su imperio estaba al borde del colapso. Solo tuve que empujar un poco más.
Alessandro soltó una ligera risa.
-Sabes que la presión adecuada hace que incluso los hombres más orgullosos dobleguen la rodilla.
-Exactamente.
Los ojos de Alessandro brillaron con aprobación.
-Desde que tomaste el liderazgo en las filiales de la compañía, nuestra expansión ha sido más agresiva que nunca. No me equivoqué al dejarte el control en Estados Unidos.
Aaron asintió, sin dejarse afectar por los halagos.
-La competencia solo existe para ser eliminada.
Su padre lo observó con atención.
-Muchos hombres de negocios se enfocan solo en los números. Pero tú entiendes algo crucial: el verdadero poder radica en el control absoluto.
Aaron tomó la copa de whisky que Alessandro le ofrecía y la alzó ligeramente antes de beber.
-Y ese control, padre, está en nuestras manos.
Alessandro sonrió con satisfacción.
-Dime, hijo... ¿Cómo piensas manejar a los Volkov?
Aaron dejó el vaso sobre la mesa con calma.
-Ya lo hice.
La respuesta intrigó a Alessandro.
-¿Cómo?
Aaron sostuvo la mirada de su padre y pronunció las palabras con la misma frialdad con la que había cerrado el trato.
-Voy a casarme.
El silencio en la oficina fue absoluto por unos segundos.
Alessandro ladeó levemente la cabeza, procesando lo que acababa de escuchar.
-¿Con quién?
Aaron apoyó un codo sobre el brazo del sillón, sin apartar la mirada.
-Con Katerina Volkov.
Su padre soltó una breve carcajada, pero al ver la seriedad de Aaron, su expresión se endureció.
-Hablas en serio.
-Siempre hablo en serio.
Alessandro se apoyó en su escritorio, entrelazando los dedos.
-Esa chica es la única hija de Sergei Volkov. ¿Estás diciendo que la tomaste como parte del trato?
-No fue una toma -respondió Aaron con calma-. Fue un intercambio.
El CEO mayor lo miró con atención, evaluando cada palabra.
-¿Y qué obtuviste a cambio?
-El control absoluto sobre los negocios de los Volkov.
Alessandro sonrió lentamente.
-Sergei debió estar realmente desesperado para aceptar algo así.
-Lo estaba.
Su padre tomó su propio vaso de whisky y le dio un sorbo antes de hablar.
-Muchos hombres habrían aprovechado la vulnerabilidad de Sergei para humillarlo aún más. Pero tú... Tú fuiste más allá.
Aaron inclinó levemente la cabeza.
-La humillación es efímera. El control es eterno.
Alessandro rió suavemente.
-Y dime, hijo... ¿Qué piensas hacer con esa chica?
Aaron apoyó la espalda en el sillón, con una expresión indescifrable.
-Lo que sea necesario.