Los hombres asintieron y, sin vacilar, salieron del casino para cumplir la orden.
Katerina sintió su estómago revolverse.
-No. -Su voz se quebró mientras se aferraba al brazo de su padre, como si su toque pudiera traer de vuelta el hombre que alguna vez creyó que la protegería, al hombre que cuando había dado sus primeros pasos la aplaudia y estaba orgulloso de ella, el mismo hombre que cuando se caía ahí estaba para levantarla -. Padre, por favor. No lo hagas – ella suplicaba con la voz y la mirada.
Sergei permaneció impasible.
-Es lo mejor para todos, Katerina, así que lo mejor que puedes hacer o lo que tienes que hacer es cooperar.
-¿Para todos? ¡Para ti! -gritó ella con desesperación, las lágrimas ya rodaban por su rostro sin control-. ¿Acaso alguna vez me viste como tu hija y no como una pieza más en tu maldito tablero? Creo que al tenerme contigo solo era una misión y era alcanzar esto, que yo sea tu moneda de cambio de tu sucio mundo.
Sergei apartó la mirada, incapaz de sostener la tormenta en los ojos de su hija.
Pero Katerina no se rindió.
-¡Padre, protégeme! -su voz se rompió en un sollozo.
Los hombres de Aaron habían llegado a la mansión Volkov y, sin encontrar oposición, recogieron sus pertenencias. Todo lo que alguna vez había sido suyo: sus vestidos, sus joyas, sus libros... su vida entera fue empaquetada y retirada en cuestión de minutos.
Cuando regresaron con las maletas, Katerina comprendió que ya no había vuelta atrás.
El pánico se apoderó de su cuerpo. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas en el suelo de mármol del casino, sujetando la chaqueta de su padre con todas sus fuerzas.
-No me entregues, padre... -susurró, su voz rota y cargada de una súplica desgarradora-. Te lo ruego.
El silencio que siguió fue insoportable.
Sergei miró a Aaron con expresión seria y luego inhaló profundamente.
Cuando habló, lo hizo sin titubeos:
-Llévensela, ella ya está lista.
Katerina sintió que su mundo se derrumbaba.
Los guardaespaldas la tomaron con firmeza, sus manos rodeando sus brazos para levantarla del suelo.
-¡No! ¡Suéltenme! -gritó con desesperación, luchando contra los hombres que la arrastraban lejos de su padre-. ¡Padre, mírame! ¡No me hagas esto!
Pero Sergei ya había apartado la mirada.
Katerina lloraba, sus gritos de súplica retumbaban en el casino mientras la llevaban fuera. Cada lágrima que caía era una herida que jamás sanaría.
Aaron Morgan la observaba en silencio, con la misma calma de un depredador que había capturado a su presa.
El destino de Katerina Volkov estaba sellado.
Una hora después, la habitación era un reflejo de su captor: fría, elegante y sin una pizca de calidez. Katerina Volkov estaba de pie en medio de la opulenta residencia de Aaron Morgan, su respiración entrecortada por la ira y la impotencia que le quemaban la piel.
Frente a ella, Aaron estaba recostado en un lujoso sillón de cuero, con las piernas cruzadas y un vaso de whisky en la mano. La luz tenue del salón acentuaba sus facciones cinceladas, pero lo que más la perturbaba era la calma absoluta con la que la observaba.
-Te odio. -Las palabras salieron de su boca cargadas de veneno de la joven.
Aaron llevó el vaso a sus labios y tomó un sorbo, sin prisa, sin inmutarse siquiera ante su explosión de rabia.
-Eres despreciable. -La voz de Katerina temblaba de furia-. Un monstruo sin alma.
Él arqueó una ceja, divertido.
-¿Eso es todo?
La indiferencia con la que respondió hizo que la sangre de Katerina hirviera aún más.
-¡Arruinaste mi vida! -gritó, sus puños apretados con fuerza-. Me arrancaste de mi hogar, me trataste como si fuera tu propiedad. No eres más que un maldito tirano.
Aaron giró el vaso en su mano, observando cómo el líquido ámbar giraba en espiral. Luego, sin levantar la vista, replicó con su tono impasible:
-Hogar... -soltó una risa seca-. ¿Hablas del mismo lugar donde tu padre te vendió sin pestañear?
El golpe fue certero.
Katerina sintió que el aire abandonaba sus pulmones por un instante. Era cierto.
Pero eso no hacía que lo odiara menos.
-Al menos él me amaba -escupió con desprecio-. Tú... tú no eres capaz de amar a nadie.
Aaron la miró por primera vez, y en sus ojos verdes no había emoción alguna.
-El amor es un lujo que no me interesa.
Su respuesta fue tan simple, tan cruel, que Katerina sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Aaron llevó el vaso a sus labios por última vez y lo dejó sobre la mesa de mármol con un leve clic. Luego se levantó, caminando hacia ella con pasos calculados.
Katerina se negó a retroceder, aunque su corazón latía con fuerza.
Cuando él estuvo lo suficientemente cerca, inclinó la cabeza apenas unos centímetros hasta quedar a la altura de su rostro.
-Puedes gritar, llorar y odiarme todo lo que quieras, pero nada cambiará el hecho de que ahora eres mía.
Katerina sintió el peso de esas palabras como una losa sobre su pecho.
Aaron le dedicó una última mirada fría antes de alejarse, dejando atrás el eco de su condena.
La noche fue larga y cruel.
Katerina Volkov permaneció despierta, recostada en la cama demasiado grande y demasiado lujosa para ella. La habitación era un reflejo de su nueva prisión: fría, impersonal, sin un solo rastro de su vida anterior.
El silencio era sofocante. Solo su respiración entrecortada rompía la quietud de la noche mientras las lágrimas caían silenciosas por sus mejillas. Había sido vendida. Entregada como si su voluntad no significara nada.
Se abrazó a sí misma, intentando encontrar consuelo en un vacío que solo la devoraba más.
Pero no había consuelo.
La tristeza era un peso insoportable sobre su pecho, y cuando finalmente cerró los ojos, lo único que encontró fue una pesadilla de la que no podía despertar.
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El sonido de la puerta abriéndose abruptamente la sacó de su frágil sueño.
-Señorita Volkov.
Su cuerpo se tensó al escuchar la voz de un guardaespaldas. Parpadeó varias veces, tratando de ubicarse en el tiempo y el espacio. La luz del amanecer se filtraba débilmente a través de las cortinas gruesas, iluminando el cuarto en tonos pálidos.
Se incorporó lentamente, sintiendo su cuerpo entumecido por la incomodidad de la noche anterior.
-Prepárese -ordenó el hombre de negro-. Salimos en una hora.
Katerina frunció el ceño.
-¿Salir? ¿A dónde?
El guardaespaldas la miró sin ninguna expresión.
-A Estados Unidos.
El shock la golpeó de inmediato.
-¿Qué?
Su voz sonó más débil de lo que esperaba. No solo la habían arrebatado de su hogar, sino que ahora la estaban arrancando de su país.
El pánico se encendió en su interior, pero el guardaespaldas ni siquiera se inmutó.
-Debe alistarse. No hagamos esto más difícil.
Katerina sintió la rabia treparle por la garganta.
-¿Y si me niego?
El hombre la observó con una frialdad impasible antes de responder:
-No tiene opción.
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Furiosa, Katerina dejó que las asistentes le colocaran un vestido sencillo, pero no permitió que tocaran su rostro o su cabello. No les daría la satisfacción de verla sumisa.
Cuando bajó al vestíbulo, cuatro guardaespaldas la esperaban. Sin mediar palabra, le indicaron que caminara hacia la salida.
La luz del sol la cegó momentáneamente al cruzar la puerta principal.
Un auto negro esperaba con el motor encendido. Katerina sintió el impulso de correr, de huir, pero sabía que era inútil. La tenían rodeada.
-Entre.
Apretó los dientes y se metió en el vehículo con los puños cerrados. El aire dentro del auto era espeso, y la sensación de encierro solo empeoró su angustia.
El viaje hasta la pista privada fue un tormento de silencios y miradas vigilantes. Katerina clavó la vista en la ventana, observando cómo la ciudad que había sido su hogar se desdibujaba lentamente. Pronto, todo lo que conocía quedaría atrás.
Cuando llegaron a la pista, un jet privado aguardaba con sus motores rugiendo suavemente. Pero lo que más captó su atención fue la figura que la esperaba a unos metros de la escalerilla.
Aaron Morgan.
Estaba impecable, vestido con un traje negro que parecía diseñado solo para él. Su postura era relajada, una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo un vaso con algún licor. Sus ojos verdes la escudriñaron con un aire de superioridad, como si disfrutara verla doblegada por el destino que él mismo había decidido.
Katerina sintió un escalofrío de odio recorrerle la espalda.
Los guardaespaldas la guiaron hasta él.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Aaron bajó el vaso y le dedicó una sonrisa ladina.
-Buenos días, futura esposa mía.
Las palabras la golpearon como una bofetada.
Katerina sintió un nudo en la garganta, pero no se permitió temblar. Levantó el mentón, aferrándose al último vestigio de su dignidad.
-No me llames así -escupió con desprecio.
Aaron alzó una ceja, divertido.
-Tarde o temprano, lo serás. Mejor acostúmbrate.
La sangre hervía en sus venas, pero Katerina no respondió.
Aaron la observó por unos segundos antes de girarse con indiferencia y subir las escalerillas del jet.
Uno de los guardaespaldas se acercó a ella.
-Suba, señorita Volkov.
Ella no se movió.
El hombre suspiró y, con un tono más severo, añadió:
-O la subiremos nosotros.
Katerina sintió la humillación desgarrarla por dentro.
Apretó los dientes, obligando a sus pies a moverse. No les daría el gusto de verla obligada.
Subió al jet con el corazón destrozado, sintiendo que cada paso la alejaba más de sí misma.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, supo que ya no había escapatoria. Su destino estaba sellado, y no había nada que ella podía hacer más que solo aceptar que todo sus sueños fueron arrancados de raíz.