Capítulo 4 Algo se avecina

La vida de Camila Valdez no era fácil, pero había aprendido a encontrar cierta paz en lo cotidiano. Habían pasado ya casi nueve años desde que regresó a su ciudad natal, con una hija en brazos y el corazón hecho pedazos. Lo hizo sin avisar a nadie, sin buscar redención ni ayuda, solo con la firme convicción de salir adelante. No por ella, sino por Sofía.

Volver no fue una decisión impulsiva, sino desesperada. Después de haber pasado los primeros años de la infancia de su hija en otro país, trabajando como niñera de tiempo completo durante el día y limpiando oficinas por la noche, el cansancio y la soledad terminaron por quebrarla. El dinero nunca alcanzaba. La comida se medía. La salud se ignoraba. Sofía merecía algo mejor, aunque Camila no tenía claro cómo conseguirlo.

Así que volvió. A escondidas. A su ciudad, a esas calles que le recordaban todos los sueños que no pudo cumplir. No volvió a la casa de su infancia -esa puerta estaba cerrada para siempre-, sino que se refugió en un pequeño departamento alquilado en la zona más humilde del centro. Dos habitaciones estrechas, paredes descascaradas, ventanas pequeñas que apenas dejaban entrar la luz. Pero tenía agua caliente y un techo estable. Y eso, para ella, era más que suficiente.

El barrio, aunque viejo y descuidado, tenía alma. Era un rincón de la ciudad donde la gente se saludaba, donde los niños aún jugaban en la calle y los comerciantes conocían el nombre de sus clientes. Camila no tardó en conseguir trabajo en una cafetería familiar a unas cuadras de casa. Al principio fue lavando platos y limpiando mesas. Luego, tras meses de constancia y paciencia, la ascendieron a mesera.

Los primeros años fueron duros. Había días en que se acostaba sin cenar para que Sofía pudiera comer algo más. Días en que caminaba bajo la lluvia con los zapatos rotos porque no podía permitirse el transporte. Pero nunca se quejó. Nunca pensó en rendirse. Sofía crecía fuerte, alegre, inteligente. Y eso era todo lo que le importaba.

La niña tenía una energía que iluminaba el ambiente donde estuviera. Sus rizos castaños eran indomables, y sus ojos grises... esos ojos que Camila apenas podía mirar sin que el recuerdo de Diego Montenegro se le viniera encima como un vendaval. A veces Sofía le preguntaba por su padre. Camila, siempre evasiva, respondía con frases cortas: "No fue posible", "Ya no está con nosotros", "Eso es una historia complicada". Nunca mentía del todo. Pero nunca decía la verdad.

Con el tiempo, aprendió a vivir con el silencio.

Camila había construido una rutina: despertar temprano, preparar el desayuno, alistar a Sofía para la escuela, caminar hasta la cafetería, sonreír a los clientes, correr de mesa en mesa, volver a casa con las piernas agotadas, ayudar con las tareas, cenar algo ligero y dormir, sabiendo que al día siguiente todo volvería a empezar.

No era la vida que había soñado cuando tenía 18 años y hablaba de arte, de exposiciones, de vivir en París. Pero era su vida. Y la defendía como podía.

Sin embargo, los cambios llegaron sin anunciarse.

Primero, en forma de rumores. Comentarios que llegaban de la calle, de los vecinos, de los clientes de la cafetería.

-¿Supiste que van a demoler la esquina de la avenida?

-Dicen que una empresa nueva está comprando todo.

-Pagan bien, pero nadie sabe qué quieren construir.

Camila escuchaba en silencio, con una incomodidad que no sabía explicar. Luego los rumores se convirtieron en noticias más concretas. Un comercio que cerraba. Un edificio que aparecía vallado. Familias que se mudaban sin despedirse. La cafetería misma comenzó a recibir llamadas insistentes de agentes inmobiliarios.

Hasta que una tarde, mientras limpiaba la máquina de café, la dueña del local la llamó a la trastienda con rostro serio.

-Camila, quiero que lo sepas por mí -dijo, sentándose con cansancio-. Me hicieron una oferta por el local. Muy buena. Imposible de rechazar.

Camila sintió cómo se le endurecía el estómago.

-¿Y va a vender?

La mujer asintió, aunque le dolía.

-No puedo luchar contra eso. Es una empresa grande, poderosa. Montenegro Corp, creo que se llaman.

Ese nombre le sonó lejano y peligroso. Como una sombra que se extendía sin que uno pudiera evitarlo.

Camila no preguntó más. Asintió, dio las gracias y volvió a trabajar como si nada hubiera pasado. Pero por dentro, sentía que algo estaba a punto de romperse otra vez.

Aquella noche, al llegar a casa, vio a Sofía dormida en el sillón con el cuaderno de dibujos en el regazo. La tapó con una manta y se sentó frente a la ventana. Afuera, la ciudad parecía tranquila. Pero ella sabía que algo estaba cambiando. Lo sentía en el aire. Una amenaza silenciosa que se acercaba. Y no podía evitar preguntarse: ¿por qué ahora? ¿Por qué aquí?

No sabía que, a kilómetros de allí, en la cima de un edificio de cristal y acero, un hombre miraba un plano de la ciudad. Frío. Ambicioso. Preparando su regreso con precisión quirúrgica.

Diego Montenegro.

No era el joven de veinte años que una vez soñó con compartir una vida junto a ella. Ahora era un magnate. Un estratega. Un hombre herido por la traición, endurecido por la pérdida. Y estaba listo para reclamar el mundo que se le había negado.

Sin saber que, en el corazón de ese mundo, aún latía algo suyo.

Camila no podía imaginarlo.

Aún.

Pero el pasado no permanece enterrado para siempre.

Y el eco de lo que fueron, estaba a punto de regresar.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022