Capítulo 2 Comenzar de nuevo

Los primeros meses después de huir fueron los más difíciles de la vida de Camila. Vivía en un pequeño departamento alquilado en Buenos Aires, lejos de todo lo que conocía. Su padre había cumplido su promesa de alejarla de Diego, de su ciudad, de su pasado. Pero no había logrado borrar lo que sentía.

Estaba sola, embarazada, con apenas unas maletas y un apellido que ya no pesaba tanto como antes. Don Ernesto le había dado lo justo para instalarse, le exigió que no usara el apellido en ningún sitio oficial y le dejó claro que no quería "escándalos" que pudieran manchar la imagen de la familia. Le prometió ayuda solo si se mantenía obediente y discreta. Camila no tenía muchas opciones.

Pasaba los días entre náuseas, silencios largos y tardes viendo por la ventana, abrazando una almohada como si pudiera reemplazar la ausencia de Diego. No podía dejar de pensar en él. En su reacción al escuchar la mentira, en su voz rota al decirle que no le creía, en la forma en que ella misma tuvo que apagar su corazón para proteger algo más grande: la vida que crecía dentro de ella.

El embarazo avanzaba lento, pero ella sentía que el tiempo iba muy rápido. Había comenzado a dibujar otra vez, no por inspiración, sino por necesidad. Era la única forma de liberar todo lo que no podía decir en voz alta. Hacía retratos de Diego de memoria, los escondía en una caja de zapatos que guardaba debajo de la cama.

En el octavo mes, llegó una carta de su madre. Una sola página, sin muchas palabras. "Espero que estés bien. Papá está más calmado. No hagas tonterías. No regreses". Eso era todo. Camila la leyó una y otra vez. La rompió. La pegó. La volvió a romper. Nadie la entendía.

La noche en que rompió fuente estaba sola. Eran las tres de la mañana. Sintió un dolor agudo que la dobló sobre sí misma. No gritó. No había nadie para escucharla. Se puso una bata, tomó su bolso y llamó a un taxi. En el hospital, le preguntaron por el padre del bebé. Dijo que estaba muerta. Que no había nadie.

Después de horas de dolor, llanto y miedo, nació Sofía.

Y en cuanto la vio, todo cambió.

Era pequeña, con una mata de cabello oscuro y unos ojos tan grises como los de Diego. Tan profundos, tan familiares, que Camila rompió en llanto. La abrazó contra su pecho y prometió que nada ni nadie se la arrebataría jamás. No importaba el apellido, el dinero, ni lo que dijeran. Esa niña era suya. Su motivo. Su verdad.

Los días en la maternidad fueron tranquilos. Por primera vez, Camila no pensó en el pasado, solo en ese cuerpecito que dormía entre sus brazos. Le hablaba bajito, le cantaba canciones que su madre le había enseñado de niña. Cada vez que Sofía abría los ojos, ella sentía que Diego estaba un poco más cerca.

Volver a casa con un recién nacido no fue fácil. Los primeros meses fueron un caos de pañales, llantos y noches en vela. Pero también fue la etapa más honesta de su vida. Ya no vivía para cumplir expectativas. Vivía para cuidar a su hija. Y eso le bastaba.

Para sobrevivir, Camila empezó a vender ilustraciones por encargo. Al principio eran cosas sencillas: retratos de mascotas, nombres decorados para habitaciones infantiles, tarjetas artesanales. Poco a poco, se fue haciendo un nombre en el pequeño circuito de artistas independientes de la ciudad.

Con el tiempo, encontró un trabajo de medio tiempo en una galería de arte comunitaria. No era mucho, pero le permitía mantener a Sofía con dignidad. Se llevaba a la niña en una mochila, la dormía en un rincón mientras organizaba exposiciones o colgaba cuadros ajenos.

Camila aprendió a ser madre, artista, mujer independiente... todo al mismo tiempo.

Los años pasaron. Sofía creció curiosa, alegre y observadora. Tenía el carácter fuerte de su madre y la mirada firme de su padre, aunque nunca supo quién era. Cada vez que preguntaba por él, Camila respondía con evasivas. Decía que era alguien que no estaba preparado, que prefería no hablar de eso. Sofía no insistía, pero algo en su corazón siempre la hacía volver a esa pregunta.

Volver a su ciudad natal no fue una decisión fácil para Camila. Durante años juró que jamás regresaría. Demasiados recuerdos, demasiadas heridas abiertas. Pero cuando Sofía cumplió los cinco años y el dinero ya no alcanzaba ni para pagar el arriendo en Buenos Aires, entendió que no tenía opción. Su padre aún vivía en esa ciudad, sí, pero ella no pensaba buscarlo. Volvía por necesidad, no por nostalgia.

Encontró un pequeño departamento en las afueras. Viejo, con humedad en las paredes, pero lo suficientemente lejos de la zona acomodada como para que nadie del pasado la reconociera. No tenía contactos, ni títulos universitarios, ni un currículum brillante. Solo tenía a su hija y una determinación que ya no se quebraba tan fácil.

Consiguió trabajo en una cafetería del centro como mesera. El sueldo era justo para sobrevivir, pero no se quejaba. Cada mañana dejaba a Sofía en una escuelita pública y corría al restaurante. Aprendió rápido a equilibrar bandejas, tomar pedidos sin equivocarse y sonreír incluso cuando lo único que quería era llorar del cansancio.

La mayoría de sus compañeros eran jóvenes como ella, algunos estudiantes, otros madres solteras también. Había una especie de hermandad silenciosa entre ellas, como si entendieran que, aunque el mundo las tratara con dureza, ninguna estaba completamente sola.

Camila escondía su historia. Cuando le preguntaban de dónde venía, decía simplemente que había vivido "fuera un tiempo". Nunca mencionaba a Diego. Nunca hablaba del apellido Valdez. Había borrado todo eso de su vida como quien arranca una página del cuaderno.

Las noches eran más duras. Llegaba a casa con los pies hinchados y las manos adoloridas. Sofía la esperaba con dibujos y una sonrisa que le hacía olvidar el resto. Jugaban un rato, cenaban algo sencillo -arroz con huevo, fideos con manteca- y luego se dormían juntas en la misma cama. A veces, en la oscuridad, Camila la acariciaba y pensaba en todo lo que había perdido... y en todo lo que aún podía proteger.

Sofía crecía rápido. Era curiosa, despierta y muy parecida a Diego. A veces la miraba y el corazón se le encogía. La niña tenía los mismos ojos grises, la misma forma de fruncir el ceño cuando algo no le gustaba. Pero también tenía dulzura, sensibilidad... una mezcla que solo hacía más dolorosa la ausencia de su padre.

Un día, mientras lavaban los platos, Sofía preguntó:

-Mamá, ¿todos tienen papá?

Camila se detuvo por un segundo, mirando las burbujas en el agua.

-Sí, hija. Todos tienen. Pero a veces... no todos pueden estar con ellos.

Sofía no preguntó más. Pero desde entonces, comenzó a dibujar figuras con tres personas. Un hombre alto, una mujer con cabello largo, y una niña en el medio. Camila los guardaba todos en una caja de zapatos, la misma donde alguna vez escondió retratos de Diego.

Los años siguieron pasando. Camila comenzó a colaborar en una galería de arte pequeña, primero ayudando con tareas sencillas, luego pintando murales para eventos locales. Aún trabajaba como mesera, pero ese rincón artístico era su respiro. Su vida no era perfecta, pero había aprendido a encontrar belleza en lo sencillo.

No volvió a saber nada de Diego. Lo buscó una sola vez, cuando Sofía era apenas un bebé, solo para confirmar que se había ido del país. Desde entonces, se prohibió pensarlo demasiado. No porque lo hubiera olvidado, sino porque recordar dolía.

Pero había algo que ni el tiempo ni la distancia podían borrar: el miedo. Camila sabía que, si algún día Diego descubría la verdad, todo su mundo podría venirse abajo. Por eso evitaba lugares donde pudiera ser vista, mantenía un perfil bajo y enseñaba a su hija a no llamar la atención.

Lo que no sabía... era que el pasado ya iba en camino.

Que Diego Montenegro, ahora un empresario poderoso, estaba a punto de volver a la ciudad con intenciones muy claras.

Y que el destino, al que tanto intentó esquivar, tenía otros planes.

            
            

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