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Diego Montenegro alguna vez fue un chico que creía en el amor. Tenía apenas veinte años cuando pensaba que con esfuerzo y cariño podía construir una vida junto a Camila Valdez. Ella tenía dieciocho, él dos más, pero se prometieron tantas cosas que parecían inquebrantables. Sin embargo, en menos de un suspiro, todo lo que soñaban se vino abajo.
Después de lo que pasó, después de que Camila le dijera con frialdad que ya no lo amaba y que había perdido al bebé que iban a tener, algo en Diego cambió para siempre. No fue un cambio inmediato. Al principio dolía tanto que apenas podía respirar. No entendía nada. Sentía que el mundo le había quitado todo. Quiso gritar, quiso buscarla, quiso aferrarse a algo, pero lo único que encontró fue silencio.
Se fue lejos con el corazón destrozado y los bolsillos vacíos. Tenía una beca que apenas cubría lo básico, y sobrevivía como podía. Dormía poco, comía menos. Se levantaba antes que el sol para limpiar oficinas y luego iba a clases con los ojos pesados y el estómago vacío. Nadie sabía por lo que pasaba. Nadie preguntaba. Y él tampoco hablaba. Guardó todo adentro. Lo único que lo mantenía en pie era el recuerdo de lo que había perdido y una necesidad rabiosa de demostrar que no lo iban a ver caer.
Con el tiempo, dejó de pensar tanto en Camila. O al menos eso se decía a sí mismo. Enterró el pasado bajo capas de trabajo, esfuerzo y dolor. Se convirtió en un joven ambicioso, silencioso y enfocado. Nadie le regaló nada. Todo lo que consiguió, lo ganó con sudor y noches sin dormir.
Cuando terminó sus estudios, no regresó. No pensaba volver a ese lugar donde todo se había derrumbado. Se quedó en Estados Unidos, empezó desde abajo, trabajando para otros en empresas inmobiliarias. Observaba, escuchaba, aprendía. Aguardaba su momento. Y cuando llegó, supo aprovecharlo. Compró su primer terreno con lo poco que tenía ahorrado. Lo remodeló, lo revendió, ganó algo. Así empezó. Poco a poco. Paso a paso.
Los años pasaron, y ese joven que una vez vendía café para sobrevivir, se convirtió en el dueño de Montenegro Corp. Un nombre respetado. Temido. Un empresario que nunca mostraba debilidad. Alguien que no sonreía fácilmente y que rara vez confiaba en alguien. Tenía edificios en ciudades grandes, inversiones en el extranjero, empleados que le rendían cuentas todos los días. Pero por dentro, seguía sintiendo un vacío que no lograba llenar.
En reuniones importantes, cuando todos hablaban de cifras y estrategias, Diego a veces se perdía en sus propios pensamientos. No por nostalgia, sino por esa sensación de que, aunque lo había logrado todo, todavía no era suficiente. Como si aún tuviera algo pendiente.
Y fue entonces cuando surgió la oportunidad.
Una tarde, su equipo le presentó un informe con varios proyectos nuevos. Zonas que podían comprarse a bajo costo y transformarse en centros comerciales, torres de oficinas o complejos residenciales. Una de esas zonas llamó su atención de inmediato. No por las cifras, ni por el potencial... sino por el nombre. Era su ciudad. La misma donde nació. Donde creció. Donde una vez soñó con tener una familia. Donde lo perdieron todo.
Diego no dijo nada al principio. Solo hojeó los papeles, analizó los mapas, los números. Y cuando terminó, cerró el archivo con calma.
-Quiero ese proyecto -dijo-. Compren todo el terreno. Si hay que negociar con los vecinos, háganlo. Si no quieren vender, tenemos los medios para convencerlos.
-¿Quiere los lotes centrales o...? -preguntó uno de sus ejecutivos.
-Todo el barrio -respondió sin dudar-. Lo quiero completo. Desde la entrada hasta la última calle. Y si alguien intenta frenar el avance... lo sacamos del camino.
Nadie preguntó por qué lo decía con tanta firmeza. Nadie mencionó que parecía más serio de lo normal. Él era el jefe. El dueño. El hombre al que nadie le decía que no.
Esa noche, solo en su oficina, se sirvió un trago y se quedó mirando por la ventana. La ciudad le ofrecía vistas impresionantes, luces, poder. Pero su mente no estaba ahí. Pensaba en ese lugar que había dejado atrás, en lo que representaba. No era solo tierra ni edificios viejos. Era un pasado al que nunca quiso volver.
Pero ahora volvía. No como el joven herido que se fue con el alma en pedazos. No como el chico que una vez creyó en el amor. Ahora era otro. Un hombre que había aprendido a cerrar el corazón. Que se forjó con rabia y que construyó su imperio con cicatrices.
Volvía a la ciudad que una vez lo vio caer.
Pero esta vez, lo haría a su manera.
Y si para crecer tenía que destruir recuerdos, personas o sueños, lo haría sin pestañear.
Porque Diego Montenegro ya no era el mismo.
Y tampoco pensaba perdonar.