Capítulo 2 EL PESO DE LA PERFECCIÓN

Joseph siempre había sido el hombre de las responsabilidades. Desde niño, aprendió que la vida no era más que una sucesión de metas a cumplir: las mejores calificaciones, la mejor universidad, el puesto más alto en la empresa familiar. No había espacio para las dudas ni los desvíos. Los Loan eran una familia de renombre, con décadas de éxitos empresariales a sus espaldas, y su padre, Charles, era el pilar de ese imperio.

Un hombre frío y calculador que, a pesar de su silente aprobación, siempre exigía más de su hijo.

Las mañanas de Joseph eran una coreografía impecable: despertador a las seis, café negro sin azúcar, entrenamiento de una hora en el gimnasio privado del Penthouse, y luego directo a la oficina. Todo estaba medido, calculado, desde el nudo perfecto de su corbata hasta los mensajes de cortesía a sus socios comerciales. Su vida se desarrollaba como un reloj suizo, sin margen para el error.

A sus treinta y cuatro años, había cerrado más tratos millonarios de los que podía contar, y su nombre era sinónimo de éxito en el mundo de los negocios. Pero esa misma precisión que lo mantenía en la cima lo ahogaba, gota a gota, día a día.

En el fondo, sentía que algo dentro de él se desmoronaba lentamente. El peso de las expectativas familiares, las interminables reuniones con ejecutivos que hablaban en cifras y no en emociones, y las relaciones superficiales que solo reforzaban su fachada de hombre perfecto. Las mujeres llegaban y se iban, figuras espectrales en su vida. Todas ellas impecables en apariencia, sofisticadas, pero sin ninguna conexión genuina. Era como si cada persona en su vida cumpliera un rol, y él, atrapado en su propio guion, no podía cambiar el libreto.

Una tarde, después de una de esas reuniones en las que su padre lo había sometido a su silenciosa, pero implacable presión, algo en Joseph se quebró. El aire en la sala de juntas se sentía espeso, las palabras de su padre aún resonaban en su cabeza: Un error nos costaría todo, no hay margen para la debilidad, Joseph.

Apretó los puños bajo la mesa mientras la tensión se acumulaba en sus hombros. Sintió la mirada cortante de su padre, evaluándolo como siempre lo había hecho, esperando la perfección.

Cuando la reunión terminó, Joseph salió del edificio sin mirar atrás. Caminó hasta su auto, el rugido del motor le proporcionó un alivio momentáneo. No tenía un destino en mente, solo la necesidad de huir. A medida que avanzaba por las calles de la ciudad, el sonido del tráfico y las luces intermitentes se volvieron insoportables. El ruido, que siempre había sido un telón de fondo familiar, ahora parecía una cacofonía que lo envolvía, recordándole el caos interior que había aprendido a ignorar.

El semáforo en rojo lo detuvo en medio de una calle abarrotada. Miró a su alrededor, viendo a las personas cruzar la calle, sumidas en sus propios universos. La vida seguía su curso frenético, pero Joseph se sentía completamente ajeno a todo.

La pregunta que lo había estado rondando en las noches silenciosas volvió a su mente: ¿Para qué? ¿Para qué todo este esfuerzo? ¿Para quién estaba viviendo? ¿En qué momento había dejado de ser dueño de su propia vida?

De regreso en su apartamento, el silencio era ensordecedor. Se quitó la corbata y dejó que el nudo flojo colgara de su cuello mientras se servía un vaso de güisqui. El alcohol bajó por su garganta con una calidez que no lograba aliviar el nudo en su pecho. Se sentó en el sofá, mirando las luces parpadear en la lejanía. Podía ver la silueta de la ciudad desde su ventana, la misma que había conquistado... y de la que ahora quería escapar.

Fue entonces cuando tomó la decisión. Sin pensarlo demasiado, abrió su laptop y comenzó a buscar destinos. No quería playas abarrotadas ni ciudades llenas de turistas. Necesitaba silencio, espacio para pensar, para respirar.

Después de unos minutos de búsqueda, sus ojos se detuvieron en una imagen: el Gran Garnier Hotel, un retiro lujoso en un lugar apartado, rodeado de naturaleza y con vistas al océano. El tipo de lugar donde nadie lo buscaría. Sin titubear, reservó una suite.

No lo pensó dos veces. Y por primera vez en años, no sintió la necesidad de consultar su agenda ni de confirmar si alguien necesitaba su presencia. Apagó el ordenador, dejó el teléfono sobre la mesa y se dirigió al balcón, donde el aire fresco lo recibió con un susurro que lo reconfortó.

Sabía que, aunque el viaje no solucionaría todo, al menos le daría el espacio para comenzar a preguntarse qué quería realmente.

Al día siguiente, con una maleta ligera y sin despedirse de nadie, Joseph dejó la ciudad. Mientras su auto se alejaba del horizonte imponente de los rascacielos, sintió una extraña mezcla de miedo y alivio. La vida que conocía estaba detrás de él, aunque fuese temporalmente. La travesía apenas comenzaba, y aunque no tenía claro lo que encontraría, estaba dispuesto a descubrirlo.

            
            

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