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Artém se quedó paralizado. Dentro de él, era como si una voz ronca de la razón hubiera estallado, desgarrándose entre el instinto y la lógica. Una parte le decía que era hora de largarse al diablo, salir de allí y olvidar aquella escena extraña como una pesadilla absurda. Había algo en ese lugar, en esa atmósfera, que simplemente no cuadraba.
Pero la otra... la otra absorbía con agudo interés cada detalle, observando con avidez, sintiendo esa picazón bajo la piel que uno experimenta justo antes de hacer algo realmente incorrecto.
No era solo un juego - era una cacería. Sentía el olor de la sangre, especiado, cálido, excitante.
Benjamín lo miraba, esperando, con la sonrisa perezosa de quien ya sabe qué elección hará su invitado. Artem tragó saliva. El tiempo se detuvo.
Observó cómo Gatita seguía chupándosela con placer a su antigua maestra. Benjamín se recostó en su silla, cerró los ojos y le agarró la cabeza con ambas manos, atrayéndola con fuerza hacia él para que su polla penetrara más profundamente en su boca.
La chica tosió un par de veces. La respiración de Benjamin se aceleró, su cuerpo se convulsionó y se corrió; un gran coágulo de semen empezó a fluir de la boca de la chica hacia las canas de su ingle.
Todo ese tiempo Artëm se estuviera acariciando. Se le había puesto duro y no podía hacer nada al respecto.
La chica se incorporó y se acercó a Artëm; luego se arrodilló y se limpió los labios y la barbilla. Iba a desabrocharle los pantalones, pero de repente se detuvo.
- Nunca le he hecho una felación a un asiático, ni a nadie que se parezca a ti - dijo ella pensativa, examinando su rostro.
- Bueno, técnicamente no es muy asiático - sonrió Benjamín, disfrutando evidentemente de la situación. - Simplemente es un abuelo de Buriatia. Los genes decidieron dejarle un pequeño saludo del pasado.
- Y aun así... tus rasgos faciales tienen definitivamente matices asiáticos...
- ¿Es eso un problema? - preguntó Artëm con calma, ya acostumbrado a ese tipo de comentarios. Las preguntas sobre su apariencia lo han seguido toda la vida, pero él nunca les dio demasiada importancia. Nació y creció en Rusia, siempre se consideró ruso, y sus ojos algo rasgados eran solo una excentricidad de la genética. Aunque no se quejaba: en eso había un cierto encanto.
- Oh, no - respondió ella, mirándolo desde abajo, sus ojos brillaron con picardía. - Verás, siempre me ha parecido que los chicos asiáticos tienen un carisma muy especial. Un magnetismo misterioso. Y... un miembro con curvas particulares capaz de proporcionar un placer fuera de este mundo. - Sonrió, enroscando despacio un mechón de cabello alrededor de su dedo. - Y por fin se presenta la oportunidad de comprobarlo en la realidad. En Moscú ahora hay chicos tan elegantes y seguros de sí mismos... Seguro que rompes todos los estereotipos, ¿no? - Sus pestañas temblaron y su voz adquirió un tono juguetón. - ¿Tu miembro tiene esas curvas especiales capaces de llevar a una chica directamente al espacio?
- ¿Como las que viste en películas porno? No.
- Qué mal. Justamente me gustaría uno así.
- Siempre podemos organizarlo, mi dulce - apuntó Benjamín Iósifovich.
- Y aun así... - ella continuó desabrochando los pantalones de Artëm. - Por cómo se abulta tu pantalón, parece que también tienes un buen miembro. - Finalmente le bajó los pantalones y los calzoncillos, y luego lo agarró por la base. - Bueno, muy, muy bien, tengo que decirlo.
- Si me preguntas, tiene una polla enorme - dijo Benjamín. - Más grande que la mía. Al menos, más larga...
- Tienes una polla gorda, Benjamín - dijo ella . - No podrías metértela en la boca. - Y entonces comenzó a trabajar con Artëm.
Sus rodillas comenzaron a temblar; mientras ella le succionaba, hacía movimientos circulares con la lengua, provocando que a Artëm le recorrieran escalofríos por todo el cuerpo, y, como hacía bastante tiempo que no tenía relaciones, el chico eyaculó muy rápido.
- A él no le importaba. A la gatita - tampoco.
Mirándola, y observando su propia mano reposar en su cabeza, Artëm pensaba en que quería lamerle el rostro pálido, ligeramente salpicado de pecas. Sabía que había eyaculado abundantemente en su boca. Su semen goteaba de sus labios, manchaba su vestido y sus piernas, y caía al suelo.
Observando lo ocurrido, Benjamín se masturbaba sentado en el sillón.
La gatita se giró hacia él:
- Quiero más.
Él respondió, imitando cómicamente la voz de un padre estricto:
- Si quieres, tendrás que pedirlo bien.
Ella se arrastró hacia él a gatas.
- Por favor, Benjamín, déjame chupar - ronroneó.
Artëm tuvo que sentarse. Se colocó en una silla frente al escritorio de su profesor, en el que, a lo largo de muchos años, se habían sentado cientos de estudiantes. Artem solo podía ver la coronilla de la chica; los sonidos húmedos que producía casi lo volvían loco. En ese momento, imaginaba que era él quien recibía aquella ardiente felación. Cuando Gatita terminó con el profesor, volvió con Artem, exhalando una embriagadora mezcla de aromas a semen y sudor. En su mente, aquel olor permanecería ligado a ella durante muchos años.
Aquella noche, Artem y Benjamín Iosifóvich entraron en el bar local: para tomarse un trago y despejar la mente. Olía a humo de cigarrillo, madera húmeda y perfumes baratos, como si alguien los hubiera vertido apresuradamente sobre la barra. El camarero limpiaba perezosamente un vaso, vigilando a los clientes con el rabillo del ojo.
Artem no podía expulsar de su mente la imagen de aquella joven hada. Ella estaba arrodillada ante él, con la respiración entrecortada, las mejillas enrojecidas, y en sus ojos brillaba una oscuridad mezclada con algo más: inasible, excitante, peligroso. Un fuego diabólico habitaba en su mirada, como si ella supiera algo que él desconocía. Sus labios temblaban, pero no de miedo, sino por otra cosa: por impaciencia, por expectación.
Ella se lo chupó dos veces, y dos veces le hizo sentirse como nunca antes ni nunca después.
Y luego simplemente se levantó, echó el cabello hacia atrás, lo miró con cierta sorna y dijo: «Mejor me voy, me esperan las clases». Como si todo eso no significara nada para ella. Como si pudiera marcharse y olvidarlo.
Pero Artem sabía que no era así. Había visto su mirada, cómo contuvo la respiración antes de dar un paso atrás. Ella esperaba. Esperaba que él la detuviera, que le dijera que no quería dejarla ir. Que se lo pidiera. Él sentía que ella habría querido más y más.
Y eso lo volvía loco. Quería conocerla por completo.- ¿Y bien, impresionado? - Benjamín balanceaba el vaso con parsimonia, observando cómo la rodaja de limón giraba lentamente en la vodka tónica, como un pequeño barco en medio de la tormenta. Sus dedos tamborileaban al compás sobre el cristal, su mirada se clavaba en Artem, y en sus ojos danzaban chispas de burla - frías, calculadoras, casi indiferentes. Parecía el hombre que sostiene un hilo, un filamento que une a su interlocutor con algo aún inexplorado, que estaba a punto de revelarse.
- Si no digo más, - murmuró Artem, dando un sorbo a su copa. El sabor del alcohol quemó su lengua, pero en ese momento no le importó. Algo dentro de él se estremeció, algo desagradable y pegajoso.
- Es una jovencita - alargó Benjamín, meciendo el vaso. El hielo tintineó, como si se riera con él.
- ¿Cuántos años tiene? - la voz de Artem sonó más ronca de lo que esperaba. No apartaba la vista de Benjamín, tratando de atisbar al menos una sombra de duda en su rostro.
- Para lo que interesa - alcanzó con una ligera sonrisa en los labios - es suficiente. - Dio otro trago.
Artem se humedeció los labios resecos con la lengua. De pronto sintió la urgente necesidad de salir al aire libre, de sacudirse aquella extraña sensación, ya fuera de curiosidad o de inquietud.
- ¿Podré verla de nuevo?
Benjamín soltó un seco carraspeo y se inclinó hacia él.
- Por supuesto. Estudia aquí. Es estudiante.
- No me refiero a eso - negó Artem con la cabeza, pero le pareció que el aire del bar se había vuelto más denso, más pesado.