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Ella parecía como si hubiera emergido directamente de lo más profundo de sus más audaces y secretas fantasías, esas que él había relegado a los rincones más remotos de su mente, sin permitirse siquiera pensarlas en la realidad. Y en sus ojos no había solo comprensión: era un desafío, una invitación silenciosa a un juego cuyas reglas ella conocía mejor que él.
- ¿La puerta se cierra con llave?
Artem asintió, sin apartar la mirada de ella.
Ella cerró la puerta con llave y arrojó la mochila a un lado. Lentamente deslizó la lengua por el labio inferior, y ese gesto fue casi ritual.
- Entonces empecemos. Muéstrame tu polla grande y bonita.
- Tus - tus- cabellos... ¿Te los has teñido?
- Sí, cambio de aspecto a menudo. - Rodeó la mesa y se arrodilló. - ¿Quieres que la saque? - preguntó, tocando sus muslos.
- E-e-e-e, Gatita...
- Oye, Benjamín me envió. Él me lo ordenó. Solo hago lo que él me manda.
- ¿Él es tu amo?
- A veces, - contestó ella. - Tú también puedes ser mi amo. Haré todo lo que quieras, y creo que ahora mismo quieres que te chupe. Pero si quieres follar... - la miró, la luz del sol cruzó el aro de su piercing nasal.
- Chúpala, - le dijo él.
- ¡Como digas, amo!
Ambos se inclinaron hacia la bragueta, y pronto su polla ya estaba en su boca, mientras su mano jugueteaba con sus cojones. Él eyaculó en menos de cinco minutos: a esa dulce comunión de su polla y los labios de Gatita había estado soñando durante las últimas cuarenta y ocho horas.
Incluso después de su orgasmo, ella siguió chupando, lamiendo y restregando su rostro contra su entrepierna. Levantó su pene y se puso a lamerle los testículos, y luego tomó cada uno de ellos en la boca. A pesar del dolor, a él ni se le ocurrió detenerla: se sentía tan bien. Su miembro volvió a cobrar vida, y pasados veinte minutos eyaculó por segunda vez. Al cabo de cuarenta minutos, se descargó por tercera vez en su boca.
Ella continuó chupando.
- ¿No te cansas? - preguntó Artem.
- No - respondió ella.
- No creo que pueda acabar otra vez.
- Está bien. Simplemente me gusta hacerlo. Puedo chupar durante horas. Yo misma me vengo haciéndolo. ¿No lo has notado?
Él no se dio cuenta. Solo vio que sus vaqueros estaban desabrochados y que una mano vagaba por dentro. Estaba tan absorto en su propio placer...
- Puedo hacer esto todo el día - afirmó Gatita.
Y se lo demostró a Artem. Pasó más de una hora para provocar el cuarto orgasmo; no fue fácil para ninguno de los dos, pero ella cumplió con su tarea: durante todo ese tiempo, sus dedos se agitaban como locos dentro de sus vaqueros, y ella se vino no menos de tres veces.
Al final, ambos estaban cubiertos por una gruesa capa de sudor. Cayó la noche. Gatita se incorporó, se subió los vaqueros y se pasó los dedos pegajosos por el cabello.
- Vaya... - dijo ella. - Ha sido increíble, ¿verdad?
- Joder, vaya... - alcanzó a exhalar Artem.
- No lo llames.
- ¿Qué?
- Olvídalo - dijo ella.
- ¿Adónde vas ahora? - preguntó Artem, sin saber muy bien por qué.
- ¿Y tú adónde vas?
- A casa - respondió él. - ¿Quieres venir conmigo?
- ¿Para qué?
- A follar - contestó él.
- Venjamin me ordenó que volviera con él cuando terminara contigo - explicó ella. - Debo cumplir las órdenes de mi amo.
- Supongo que deberías... hacer lo que debes.
- Obedezco - pronunció ella.
- ¿Qué harás cuando lo veas? - inquirió él.
- Le estaré chupando toda la noche.
- De verdad te encanta esto - observó Artem.
- Papi me enseñó muy bien - respondió ella.
Una semana después, Gatita finalmente fue a casa de Artem. Una noche calurosa se deslizaba por las paredes como terciopelo oscuro, absorbiendo todos los sonidos, mientras el aire húmedo pendía inmóvil como una manta pesada en la bochornosa atmósfera.
Por la ventana abierta llegaba el zumbido lejano de los coches y, entre ese ruido, a veces se oía el tenue murmullo de los mosquitos. Él vivía a poco más de un kilómetro de la universidad: alquilaba un diminuto piso con papel pintado desconchado y un ventilador débil que giraba perezosamente en el techo.
Los mosquitos revoloteaban sobre la cama, pero hasta entonces ninguno le había picado. ¿Por qué? No lo sabía. Parecía como si esperaran. Quizá había algo especial en su sangre, o quizá le faltaba algo. La idea de que tarde o temprano le probaran lo irritaba y le asustaba. Esas pequeñas criaturas no solo bebían sangre, dejaban picaduras que picaban, marcas diminutas, como pequeños sellos que recordaban: "tú también eres parte de esta ciudad, quieras o no".
Según la leyenda, en Moscú viven vampiros. Por supuesto, nadie creía en esos cuentos. Pero ¿y si los vampiros no son los que atacan en callejones oscuros? ¿Y si viven cerca, existen entre nosotros, sonríen, tocan, miran a los ojos como si supieran que tú les perteneces?
Gatita estaba sentada en su cama, con una pierna cruzada sobre la otra, y lo examinaba con pereza. A media luz, su piel parecía fantasmagóricamente pálida y sus labios demasiado rojos. Quizá ella también fuera una de ellos. Un vampiro que no se alimenta de sangre, sino de algo mucho más valioso: la debilidad masculina. La sed. El deseo. El semen...
No tenían nada de qué hablar. Las palabras sobraban y, además, no eran necesarias. Sus miradas decían mucho más que cualquier frase llena de explicaciones inútiles. Se entendían sin hablar, demasiado bien, demasiado fácil. El aire entre ellos era denso, eléctrico, cargado de una expectativa que se prolongaba como el último aliento antes de lanzarse a la oscuridad.
Artem se inclinó y sus labios se encontraban en un beso voraz, exigente, casi brusco. Sus respiraciones se mezclaron, los dedos arañaron la piel, borrando límites y anulando tabúes. Él se quitó la ropa sin separarse de su cuerpo, y ella lo siguió, quedándose sólo con la lencería, un detalle innecesario, un estorbo casual.
Cayeron sobre la cama, entrelazados como dos bestias que ya no necesitan esconderse. Ella sabía lo que quería, cómo moverse, cómo provocar, cómo dar y recibir sin remordimientos. Sus labios, sus manos, su aliento en su miembro: todo era predecible y, al mismo tiempo, absolutamente nuevo y fascinante. Hacía lo que más le gustaba: le chupaba el pene.
Después de que él corriese en su boca, su miembro seguía duro. Artem preguntó si no quería tener sexo con él.
- Por ahora, no - respondió Gatita. - Quizá más tarde.
- Quiero lamer tu rayita - dijo Artem.
- Si me lo ordenas, haré todo lo que quieras. Esta noche soy tuya. Puedes hacer conmigo lo que desees.
- Me gustaría que tú también lo desearas.
- Lo que más me gusta es una buena felación - dijo ella, presionando los labios contra sus testículos, lamiéndolos y mordisqueando la piel con delicadeza.
- Tienes un talento increíble - comentó él.
- Llevo años practicando - respondió ella.
- ¡No me lo puedo creer!
- No es broma. Fue mi padre quien me enseñó.
- ¿Tu propio padre? ¿En serio?
- Bueno, no es mi padre biológico... Solo se casó con mi madre cuando ella ya estaba embarazada de mí... Pero siempre lo consideré mi padre.
- Tu padre te enseñó muy bien - dijo Artem, sin creerse una palabra.
- Así es.
- Ah.
- No me obligó, como podrías pensar - aclaró Gatita. - Al principio, debo confesarte, me daba un poco de miedo y me resultaba extraño, pero me enganché. Y me enamoré de esto.
- ¿Él te violaba?
- Cada noche me follaba. Por las mañanas le chupaba. Y también después de clase. Por la noche me cogía. Yo era "el conejito de papi" - añadió con una risita.
Artem sabía que ella contaba mentiras: formaba parte de su juego de esclavitud, esa puta sucia. Pensando en ello, se excitó otra vez, y Gatita se lo chupó hasta dejarlo seco.