Capítulo 2 El precio de una deuda

No fue un día diferente. El televisor encendido, las botellas vacías, los gritos. Lo único que cambió fue el silencio de mi madre. No me preguntó si había desayunado. No me tocó la frente como solía hacerlo. Solo me miró, con los ojos vidriosos, como si supiera algo que yo aún no.

Al mediodía, mi padre entró a mi habitación sin tocar.

-Vístete -dijo, con voz seca-. Ponte algo decente. Vamos a salir.

-¿A dónde?

-No hagas preguntas. Solo haz lo que te digo.

Obedecí. Porque así se sobrevivía en esta casa: haciendo caso, bajando la cabeza. Me puse un vestido azul que apenas me quedaba. Cepillé mi cabello. Ni siquiera tuve tiempo de ver a mi madre antes de salir.

Subimos al auto viejo. El camino fue silencioso. Solo el sonido del motor y el olor fuerte a cigarrillo. Me aferré al cinturón como si me fuera a salvar de algo.

Llegamos a una casa enorme, con portones de hierro y ventanales altos. Todo era impecable, blanco, ordenado... y frío. Tan frío como el corazón de quien nos abrió la puerta: un hombre de traje gris, de rostro duro y ojos sin emoción.

-¿Ella es? -preguntó, sin mirarme directamente.

-Sí. Es ella -respondió mi padre. Sus manos temblaban.

-¿Tiene idea de lo que esto significa?

-Solo quiero cumplir con mi parte, señor Maquensi. La deuda está saldada, ¿no?

El hombre se giró hacia mí y me observó por primera vez.

-Tu padre te ha entregado a cambio del dinero que me debe -dijo, como si me explicara las reglas de un juego-. A partir de hoy, vives aquí. Serás la prometida de mi nieto. No quiero escenas ni dramas. Es un acuerdo. Punto.

No entendía. No quería entender.

-¿Perdón...? -mi voz se quebró.

-Te casarás con Marlon. Ya está decidido. No tienes opción.

Miré a mi padre. Esperaba que dijera algo. Que desmintiera todo. Que gritara que era una broma. Pero bajó la cabeza. Ni siquiera pudo mirarme a los ojos.

-Lo siento, Ángel -dijo, casi en un susurro.

Y se fue.

Así, sin más.

La puerta se cerró detrás de él como una sentencia. Su eco retumbó en mis huesos.

Y yo me quedé ahí, sola, frente a un desconocido que me había comprado como si fuera ganado. Me sentí de nuevo en la baldosa fría de casa, pero esta vez no tenía a dónde correr. Esta vez, ya no tenía casa.

            
            

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