"Pidió que se bendijera una medalla de la Virgen para su esposa, Isabella. La dejó aquí un año entero, para que fuera rezada cada día."
El sacerdote le entregó una pequeña medalla de oro. Isa la tomó, sintiendo un nudo en la garganta. Un destello del Mateo que había amado.
Pero el sacerdote continuó, frunciendo el ceño mientras recordaba.
"Ahora que lo pienso... pidió tres medallas más ese día. Dijo que eran para una tal Carolina Sáenz... y sus dos hijos gemelos."
El aire abandonó los pulmones de Isa. Cualquier atisbo de duda, cualquier esperanza residual, se hizo añicos.
La duplicidad de Mateo era absoluta, incluso en sus gestos de fe.
Agradeció al sacerdote con voz temblorosa y se marchó, la medalla fría en su mano.
Cuando Mateo regresó a casa esa noche, encontró a Isa sentada en la oscuridad.
"Mi amor," dijo él, encendiendo una luz tenue. "Estaba preocupado. Fui a buscarte."
Luego sonrió. "Tengo otra sorpresa. Compré otra isla en el Caribe. La primera, un chamán me dijo que tenía malas energías. Esta nueva es perfecta para nuestro hijo."
Isa lo miró, su rostro inexpresivo. La frialdad en sus ojos pareció inquietarlo.
"¿No te alegras?" preguntó él, su sonrisa vacilando.
"Necesito el jet privado," dijo Isa, su voz monótona. "Quiero ir a Miami. A recoger un regalo de aniversario para ti."
Mateo, aliviado por el cambio de tema y la mención del aniversario, accedió de inmediato.
"¡Claro, mi vida! Lo que quieras. Saldrás mañana por la mañana."
Estaba cegado por su propia narrativa de amor y devoción.
Esa noche, Isa encendió la chimenea de la mansión.
Sacó una caja llena de fotos, cartas, pequeños recuerdos de su vida con Mateo.
Uno por uno, los arrojó al fuego.
Observó cómo las llamas consumían los rostros sonrientes, las promesas escritas.
Era una catarsis dolorosa, una liberación.
Mateo la encontró allí, el rostro pálido de horror.
"¡Isa! ¿Qué haces?" Gritó, metiendo la mano en las llamas para intentar salvar una foto. Se quemó.
Ella lo miró con indiferencia mientras él gemía de dolor, sacudiendo su mano quemada.
"Solo es basura," dijo ella, su voz vacía.
Mateo la miró, confundido y asustado por su frialdad.
"Estás cansada, mi amor," dijo, tratando de abrazarla. Ella lo esquivó.
"Voy a acostarme."
Él la siguió, intentando calmarla, disimulando su propia angustia.
Mientras Isa fingía dormir, su celular vibró. Un mensaje de Carolina.
"Mateo está en el Hotel El Prado en Barranquilla. Tenemos una pequeña celebración familiar. Deberías venir a saludar."
Adjuntaba una foto de la entrada del hotel, decorada para una fiesta infantil.
Isa se levantó en silencio. Se vistió.
Tomó un taxi al aeropuerto y un vuelo a Barranquilla.
Llegó al Hotel El Prado. La música y las risas de niños se oían desde el salón de fiestas.
Se quedó en la entrada, oculta entre unas plantas.
Era la fiesta de cumpleaños de los gemelos.
Los padres de Mateo estaban allí, sonriendo, tratando a Carolina como a una hija.
Mateo sostenía a uno de los gemelos, bromeando con sus padres.
"Ya saben cómo soy," dijo Mateo, riendo. "Siempre compro todo por duplicado. Uno para Isa, otro para Caro. Así nadie se pelea."
La risa de los padres de Mateo fue la confirmación final. Eran cómplices.