Mateo Valdivia era arquitecto, un hombre de treinta y tres años.
Creía que su esposa, Isabella Montoya, también de treinta y tres, había muerto.
Un accidente aéreo, decían.
Ella iba a Calama, un viaje de negocios al Desierto de Atacama.
Eso fue dos años después de casarse.
Se conocieron cuando él tenía veintitrés.
Un amor que parecía eterno.
Una vida truncada. O eso pensaba él.
Veinte años después, Mateo tenía cincuenta y tres.
Estaba enfermo, terminal.
Viajó al Desierto de Atacama.
Quería ver un florecimiento raro, un último espectáculo de la naturaleza.
En un oasis remoto, entre carpas de un festival de música electrónica, escuchó risas.
Gemidos.
Una carpa se derrumbó.
Dentro, Isabella.
Radiante, viva.
En brazos de un hombre más joven, Ricardo Solís.
Mateo no pudo reaccionar.
Una tormenta de arena los envolvió de repente.
Isabella, instintivamente, lo protegió.
Antes de perder el conocimiento, creyendo que ambos morían, le susurró:
"Te pagué mi deuda con mi vida... Si pudiera volver atrás, no me casaría contigo tan pronto... esperaría por él..."
Mateo despertó sobresaltado.
Estaba en su casa en Santiago.
Veinte años más joven.
En el primer año de su matrimonio con Isabella.
El trauma era real, palpable en su pecho.
Las palabras de Isabella resonaban en su mente, una y otra vez.
"Esperaría por él..."
¿Por quién? ¿Por ese joven del desierto?
Isabella entró en la habitación, sonriente, cariñosa.
"Mi amor, ¿tuviste una pesadilla?"
Intentó abrazarlo.
Mateo se apartó sutilmente.
El recuerdo del futuro era una herida abierta.
Ella notó su extrañeza.
"¿Qué pasa, Mateo?"
"Nada, solo... un mal sueño."
Mintió. Por primera vez, sintió una distancia.
Ella lo miró, preocupada.
"Hoy tenía un compromiso importante, ¿recuerdas? Con los inversionistas."
Mateo asintió, aunque no recordaba nada de eso en su "primera vida".
Más tarde, Isabella lo llamó.
"Cariño, surgió algo. Una amiga necesita ayuda urgente en Valparaíso. Tengo que ir."
"¿Qué amiga?" preguntó Mateo, la voz neutra.
"Camila. Ya sabes cómo es."
Mateo recordó a Camila Vargas, la amiga íntima de Isabella.
Sintió una punzada de sospecha.
Valparaíso. El músico. Ricardo Solís.
"Claro, ve," dijo, su voz demasiado calmada.
Colgó.
Decidió seguirla.
Condujo hasta Valparaíso, manteniendo una distancia prudente.
La vio entrar a un bar bohemio, de esos con música en vivo y ambiente porteño.
Esperó.
Unos minutos después, la vio en una mesa.
No estaba con Camila.
Estaba con un joven de pelo largo, guitarra en mano.
Ricardo Solís.
Reían, se tocaban las manos.
Demasiado íntimos.
Mateo sintió un frío recorrerle la espalda.
El futuro, el pasado, todo se mezclaba en una dolorosa confirmación.
El desierto no había sido un sueño.