"Padre, he tomado una decisión."
La voz de Santiago era firme, desprovista de la calidez habitual.
Don Alejandro Montero levantó la vista de sus papeles. "¿Sobre qué, hijo?"
"Sobre mi matrimonio. Me casaré con Isabella de la Torre."
Don Alejandro frunció el ceño. "¿Isabella? ¿La hija de nuestro mayor rival? ¿Y qué hay de las protegidas? ¿De Sofía? Pensé que..."
"Pensabas mal, padre," lo interrumpió Santiago. "Isabella siempre ha sido honesta conmigo. Su amor es real, no una actuación para conseguir algo."
"Pero las chicas te adoran. Han sido leales a esta familia."
Santiago soltó una risa amarga. "Su lealtad es para Marco. Yo solo soy el tonto que paga las facturas."
Se acercó al gran ventanal de la oficina de su padre. "Y sobre eso... he dado una orden. A partir de mañana, se congelan todos los fondos, tarjetas de crédito y privilegios de las siete protegidas. Y de Marco."
"¿Qué?" Don Alejandro se levantó. "Santiago, eso es drástico."
"La familia Montero no mantiene a parásitos," dijo Santiago, repitiendo las palabras que había escuchado. "Se acabó la generosidad. Si quieren vivir a cuerpo de rey, que trabajen para ello."
Don Alejandro lo estudió en silencio. Vio en los ojos de su hijo una dureza que no conocía. Asintió lentamente. "Está bien. Es tu decisión. Y es mi deber apoyarte. Las expulsaremos de la casa después de tu boda. No quiero más conflictos."
Al día siguiente, el caos se desató. Las tarjetas de las chicas fueron rechazadas en las tiendas más exclusivas de Madrid. Marco no pudo pagar la cuenta en un restaurante de lujo.
Santiago bajaba las escaleras cuando Marco lo interceptó.
"Santiago, hermano," dijo con una voz lastimera. "¿Podrías prestarme algo de dinero? Mi tarjeta no funciona, debe ser un error del banco."
Santiago lo miró con un asco que apenas pudo disimular. "No."
La palabra fue seca, cortante.
Marco parpadeó, sorprendido por el tono. "Pero... necesito..."
"He dicho que no," repitió Santiago, y lo empujó suavemente para pasar.
Marco, en un acto de dramatismo puro, tropezó hacia atrás y rodó por las escaleras, gritando de dolor.
Inmediatamente, las protegidas aparecieron, corriendo hacia Marco.
"¡Marco! ¿Estás bien?"
"¡Santiago, cómo te atreves! ¡Eres un monstruo!" gritó Carmen.
Marco, en el suelo, sollozaba. "No fue su culpa... Yo solo le pedí ayuda... No debí molestarlo..."
Sofía se arrodilló junto a Marco, lanzándole a Santiago una mirada de puro hielo. No dijo una palabra. Simplemente lo miró, y esa mirada era una condena.
Lo ayudó a levantarse con una delicadeza que Santiago nunca había recibido de ella.
"Vamos, Marco. Te llevaré a tu habitación. Yo te cuidaré."
Se lo llevó sin darle a Santiago la oportunidad de decir una palabra. Las otras lo siguieron, lanzándole miradas de odio.
Santiago se quedó solo en el vestíbulo.
Sabía que no le creerían.
Nunca le habían creído.
La amargura le llenó la boca. Estaba bien. Ya no necesitaba que le creyeran.
Unos días después, tenían la clase de equitación semanal en la finca.
Sofía llegó con Marco del brazo. Él cojeaba de forma exagerada.
"No te preocupes por mí, Sofía. Ve a montar. Yo me quedaré aquí," dijo Marco, asegurándose de que todos lo oyeran.
"No, me quedo contigo," respondió ella, dedicándole toda su atención.
Santiago sintió una punzada de dolor al recordar algo. Hacía años, él había tenido un accidente de polo. Su padre, furioso porque Sofía no había mostrado suficiente preocupación, la obligó a arrodillarse y a pedirle perdón delante de todos. Recordaba la humillación en los ojos de ella, su orgullo roto.
Y ahora, aquí estaba ella, humillándose voluntariamente por un farsante.
El dolor se convirtió en rabia.