Se la di a Lucía, su prima viuda, porque él me lo pidió, "ella lo necesita más, Isa, por el niño, por Mateo".
Y yo, creyendo en su amor, en sus promesas, acepté.
Él se fue con ella poco después, y yo me quedé esperando, consumiéndome en la pobreza y el olvido hasta morir sola, con el sabor amargo del café como única compañía.
Desperté sudando frío, el corazón latiéndome con la fuerza de un tambor enloquecido.
La realidad era casi un calco: vivía en un pequeño pueblo cafetero, casada con Carlos Herrera, administrador de la cooperativa local.
Y la oportunidad estaba ahí, sobre la mesa de noche: la carta de aceptación para la beca-programa del gobierno departamental. Maestría y trabajo en Bogotá. Un cupo que valía oro.
Carlos entró en la habitación, su rostro usualmente jovial, ahora ensombrecido por una petición.
"Isa, mi amor," comenzó con esa voz melosa que usaba cuando quería algo. "Estaba pensando... Lucía realmente necesita esta oportunidad. Por Mateo, ¿sabes? Para darle un futuro."
Sentí un escalofrío. Era el sueño, repitiéndose en la vigilia.
Pero esta vez, la Isabela del sueño, la Isabela que murió en la miseria, me gritaba desde el más allá.
Lo miré, mis ojos seguramente reflejando la dureza que sentía por dentro.
"No, Carlos."
Él parpadeó, sorprendido. Nunca le decía que no.
"Este cupo es mío." Mi voz sonó firme, desconocida incluso para mí. "Si quieres, puedes cederle tu vida entera a Lucía, pero yo me voy a Bogotá."
La sorpresa en el rostro de Carlos se transformó en una mueca de ira.
"¡Isabela! ¿Cómo puedes ser tan egoísta? Lucía está sola, tiene un hijo que mantener."
Lucía, que había entrado sigilosamente detrás de él, puso cara de mártir, los ojos brillantes de lágrimas contenidas.
"No, primo, no te preocupes. Isa tiene razón, es su oportunidad." Su voz era un susurro lastimero.
Carlos, ciego a la manipulación, me fulminó con la mirada.
"Ves, Isa, hasta ella es más considerada que tú. Deberías aprender."
Se giró y salió de la habitación, seguido por Lucía, quien me dedicó una mirada rápida, casi triunfal, antes de desaparecer.
Me vestí con una determinación helada. Tomé la carta de aceptación y mis pocos ahorros.
Fui directamente a la oficina de Don Rafael Gómez, el funcionario encargado de las becas.
"Don Rafael, buenos días. Vengo a confirmar mi aceptación de la beca."
El hombre sonrió. "Excelente decisión, Isabela. Es una gran oportunidad."
"Y también," añadí, el corazón martilleándome, "quisiera saber si usted podría facilitarme los formularios para el divorcio."
Don Rafael me miró con sorpresa, pero asintió comprensivo. "Claro, Isabela. Aquí tienes."
Esa tarde, una tormenta feroz azotó el pueblo. Los truenos retumbaban como cañones. Siempre me habían dado miedo.
Llamé a Carlos. No contestó.
Volví a llamar. Nada.
A la tercera, descolgó, su voz irritada. "¿Qué pasa, Isabela? Estoy ocupado."
"Carlos, tengo miedo, la tormenta..."
"Lucía y Mateo se asustan mucho con los truenos," me interrumpió. "Estoy en su casa, asegurándome de que estén bien. Ya pasará, no seas niña." Y colgó.
Me quedé sola, escuchando el rugido del cielo, sintiendo cómo la amargura del sueño se hacía más real que nunca.
Al día siguiente, el sol brillaba como si nada hubiera pasado.
Carlos no había dormido en casa.
Cuando iba camino a la escuela, lo vi. Conducía la camioneta de la cooperativa. Lucía iba a su lado, sonriente. Mateo iba en el asiento trasero.
Pasaron junto a mí, levantando una nube de polvo. Iban al mercado del pueblo vecino.
Yo seguí a pie, escuchando a mis espaldas los murmullos de las vecinas. "Pobre Isa... ese Carlos no la valora."
El café de la mañana, por primera vez en mucho tiempo, no me supo amargo. Sabía a decisión.