Carlos se fue a su capacitación. Yo aproveché para empezar a empacar mis cosas más personales en cajas viejas que encontré en el depósito. Libros, algunos recuerdos de mi madre, la ropa que realmente me gustaba.
Cuando regresó, una semana después, ni siquiera notó las cajas apiladas en un rincón.
Me entregó el pañuelo barato y luego, con orgullo, le mostró a Lucía los aretes de filigrana. La escena se desarrolló tal como la había previsto.
Lucía chilló de alegría. "¡Ay, Carlos, son preciosos! ¡Gracias, primo!"
Me miró de reojo, una sonrisa triunfante jugando en sus labios.
Yo fingí indiferencia.
"Hay feria en el pueblo," dijo Carlos esa noche. "Conseguí boletas para el cine al aire libre. ¿Quieres ir?"
"Suena bien," respondí. "Pero creo que sería un lindo detalle que invitaras a Lucía y a Mateo. Al niño le encantará."
Carlos pareció sorprendido por mi "generosidad".
"Tienes razón, Isa. Qué buena idea."
Se fue a casa de Lucía, contento.
Yo me quedé en casa, disfrutando de la paz.
Unos días después, Carlos llamó a mis padres. Según él, para "saludarlos y ver cómo estaban".
Colgó el teléfono con el ceño fruncido.
"Tus padres dicen que les contaste del divorcio y de la beca," me dijo, acusador. "¿Qué clase de mentiras les estás inventando para ponerlos en mi contra?"
"No son mentiras, Carlos. Es la verdad."
Se rio. "Claro, claro. El divorcio. La beca. ¿Y qué más? ¿Te vas a mudar a la luna?"
No me creía. Pensaba que todo era un teatro para llamar su atención, para que volviera a centrarse en mí.
Esa noche, intentó acercarse. Su aliento olía a aguardiente.
"Un hijo arreglaría todo esto, Isa," susurró, tratando de besarme. "Nos uniría de nuevo."
Lo aparté con asco y le di una bofetada. El sonido resonó en la pequeña habitación.
Me miró con furia, se levantó y salió dando un portazo.
Al día siguiente, la radio anunció alerta por lluvias torrenciales. Riesgo de deslizamientos en la zona.
Carlos apareció por la tarde.
"Por seguridad, Lucía y Mateo se quedarán aquí esta noche," anunció, sin consultarme. "Su casa está muy cerca de la ladera."
No dije nada. ¿Qué podía decir?
La lluvia comenzó a caer con una furia apocalíptica. El viento aullaba.
Estábamos los cuatro en la sala. Lucía, aferrada al brazo de Carlos. Mateo, dormitando en el sofá. Yo, en un rincón, sintiendo la tensión en el aire.
De repente, un crujido espantoso. Luego otro.
Parte del techo de la cocina se vino abajo con un estruendo.
Un trozo de viga me golpeó la pierna, atrapándome. Grité de dolor y miedo.
"¡Carlos! ¡Ayúdame!"
En ese mismo instante, Lucía gritó: "¡Mateo! ¡El techo se está cayendo sobre Mateo!"
Carlos no lo dudó. Ni siquiera me miró. Corrió hacia Lucía y el niño.
Vi cómo los protegía con su cuerpo mientras más escombros caían.
La adrenalina me dio una fuerza desconocida. Tiré con todas mis fuerzas, ignorando el dolor desgarrador en mi pierna. Logré liberarme justo cuando una viga más grande caía exactamente donde yo había estado atrapada.
Me arrastré hacia la puerta, justo cuando llegaban los primeros vecinos, alertados por el ruido.
Me ayudaron a salir. Desde el patio, bajo la lluvia incesante, vi a Carlos abrazando a Lucía, consolándola. Mateo lloraba en sus brazos.
Carlos ni siquiera se había percatado de mi ausencia, de mi pierna herida, de mi terror.
Esa imagen se grabó en mi mente. Fue la gota que derramó el vaso. El punto final.