Dolor, Tu Compañero Eterno
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Capítulo 2

Tres meses después, el futuro que Mateo había pintado se derrumbó. La llamada del hospital llegó mientras yo estaba en el estudio de danza, enseñando a una fila de niñas de seis años a zapatear.

"¿Sofía Márquez? Su abuela, Carmen, ha sido ingresada."

El diagnóstico fue rápido, brutal. Cáncer de páncreas. Agresivo. La lista de espera en la sanidad pública para el tratamiento especializado era de meses. Meses que mi abuela no tenía. La sanidad privada costaba una fortuna que ni en sueños poseíamos.

Y yo estaba embarazada. Llevaba dos meses de una vida creciendo dentro de mí, una vida que planeamos juntos.

Encontré a Mateo en el bar donde supuestamente trabajaba. La música estaba alta, el aire olía a cerveza y sudor. Estaba apoyado en la barra, riendo con una mujer espectacularmente vestida. Isabella. Su amiga de la infancia, la que siempre me miraba con una mezcla de curiosidad y desdén.

Lo aparté de la multitud.

"Mateo, es la abuela. Está muy enferma. Necesitamos el dinero."

Su sonrisa se desvaneció. Miró por encima de mi hombro, hacia Isabella.

"¿Dinero? ¿Qué dinero, Sofía? Lo invertí todo. La cuenta está vacía."

"¿Vacía? Mateo, ¡es la vida de mi abuela! ¡Tu estudio puede esperar!"

Él se rio, un sonido áspero, irreconocible.

"¿No lo entiendes? Tu abuela está fingiendo. Es un truco para sacarme el dinero. Isabella me lo advirtió."

Me quedé helada. Las palabras no tenían sentido.

"¿Fingiendo? Mateo, la he visto. Está en el hospital."

"Y ahora esto," dijo, señalando mi vientre, que apenas se notaba. "Un bebé. Qué conveniente. Es una trampa, Sofía. No puedo permitirme un hijo ahora."

Su voz bajó, volviéndose fría como el hielo.

"Tienes que deshacerte de él."

Me quedé sin aire. El ruido del bar se convirtió en un zumbido distante. Me di la vuelta y salí corriendo, sin rumbo.

Las semanas siguientes fueron un infierno borroso. Mi abuela se debilitaba en una cama de hospital público. Yo tomé todos los trabajos que pude encontrar. Limpiaba habitaciones de hotel por la noche, el olor a lejía se me metía en la piel. Repartía comida en una bicicleta, pedaleando bajo la lluvia, con el estómago revuelto por las náuseas matutinas. Hacía de azafata en fiestas privadas, sonriendo a hombres ricos mientras mi mundo se desmoronaba.

En una de esas fiestas, un hombre mayor y amable me ofreció un trabajo de oficina, con un sueldo decente. Mientras hablábamos, vi un flash. Isabella estaba al otro lado de la sala, con su teléfono en la mano, una sonrisa triunfante en su cara.

Dos días después, el hospital llamó de nuevo.

"Lo sentimos mucho."

Mi abuela se había ido.

El dolor era una cosa física, una presión en mi pecho que me impedía respirar. No tenía dinero para un funeral digno. La incineré. El crematorio me entregó sus cenizas en la única cosa que pude permitirme: una vieja lata de galletas de mantequilla que a ella le encantaba.

Aferrada a esa lata, caminé sin rumbo por las calles de Madrid. El dolor me cegaba. Me detuve frente a un escaparate brillante, sin ver realmente. Y entonces lo vi.

Mateo.

Estaba dentro, en un concesionario de Porsche. Reía, radiante. Le entregaba las llaves de un coche nuevo y reluciente a Isabella. Ella lo besó.

Me acerqué a la cristalera, invisible para ellos. Sus voces llegaron hasta mí, amortiguadas por el cristal.

"¿Ves? Te lo dije," dijo Isabella, pasando una mano por el capó del coche. "Los pobres son todos iguales. Esta solo actuaba mejor. He ganado la apuesta."

Y entonces oí la respuesta de Mateo, las palabras que me rompieron en un millón de pedazos.

"Fueron dos años interesantes. Un buen pasatiempo. Al menos era guapa."

            
            

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