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Mi mente se llenó de imágenes. El rostro de mi abuela en la cama del hospital, su piel como el papel. Su mano, huesuda, aferrando la mía. Su última petición, susurrada con el poco aliento que le quedaba: "Cuida de ese bebé, mi niña. Es lo único que importa."
Y luego, la imagen de la fría camilla en la clínica, la sensación de vacío después, un vacío que nunca se llenaría. La indiferencia de Mateo al teléfono: "No puedo ahora, Sofía. Estoy ocupado."
Todo se arremolinó en un torbellino de dolor y rabia.
Isabella se acercó a la mesa, mirando la lata de galletas con asco.
"¿Qué es esto tan cutre? ¿Guardas las sobras aquí?"
Se rio, una risa aguda que me taladró los oídos.
"Mateo, querido, te dije que tenía cero clase. Pero esto... esto es otro nivel."
Se giró hacia mí, su mirada era puro veneno.
"Escuché que tu abuela, la gran mártir, finalmente estiró la pata. Supongo que su pequeño plan para estafar a Mateo no funcionó."
Algo dentro de mí se rompió. Un cable tenso que finalmente se partió.
"No hables de ella," gruñí, un sonido animal que no reconocí como mío.
Isabella sonrió, disfrutando de mi dolor.
"¿Por qué no? Era una embustera, como tú. Conspirando juntas para atrapar a un hombre rico. Debes pedirle perdón a Mateo por haberlo engañado, a él y a mí."
"Cállate."
"Pídele perdón de rodillas, zorra."
Esa fue la última palabra que escuché con claridad. La rabia me cegó. Me abalancé sobre ella. No hubo pensamiento, solo instinto. El instinto de proteger el último vestigio de honor de mi abuela.
La agarré del pelo. Ella gritó, sorprendida. Empezamos a forcejear, un torbellino de brazos y piernas. Mateo gritó mi nombre, intentando separarnos.
En la lucha, chocamos contra un pequeño armario de madera. Se tambaleó y cayó con un estruendo terrible.
La lata de galletas, que estaba encima, salió volando.
Cayó al suelo y se abrió.
Un polvo gris y fino se esparció por las baldosas sucias.
Y de entre las cenizas, rodó una pequeña fotografía doblada y gastada. La foto de carnet de mi abuela, la que siempre llevaba en su monedero. Su rostro joven, sonriendo a la cámara, lleno de vida.
El mundo se detuvo.
El silencio en la habitación era absoluto.
Mateo se quedó paralizado, mirando las cenizas de la mujer que le había dado sus ahorros. Luego, sus ojos se posaron en algo que había quedado al descubierto sobre la mesa cuando el armario cayó.
Una pila de papeles.
El certificado de defunción oficial de Carmen Márquez.
Y las facturas del hospital, detallando un tratamiento que nunca pudimos pagar por completo.
La verdad, desnuda y brutal, lo golpeó como un rayo.