El olor a vino derramado y el rasgueo furioso de una guitarra flamenca me golpearon al entrar. El tablao estaba abarrotado, un mar de caras sudorosas y aplausos atronadores. No esperaba esto. Mi contacto me había asegurado que sería una noche tranquila, perfecta para observar nuevos talentos para mi compañía de danza.
Pero en el centro del escenario, bañado por un foco, no había un bailaor.
Era Javier Montero, mi ex-prometido.
Y me estaba sonriendo.
El público se calló de repente, y un murmullo recorrió la sala. La música se detuvo. Javier bajó del escenario, moviéndose con esa arrogancia de torero que yo conocía tan bien. Se abrió paso entre la multitud, que se apartaba como si fuera un rey.
Sus ojos, oscuros y suplicantes, se clavaron en los míos.
"Sofía", su voz resonó en el silencio. "Has vuelto".
Antes de que pudiera responder, se arrodilló. Un grito ahogado colectivo se escuchó en la sala. Sacó una pequeña caja de terciopelo de su chaqueta.
"Sofía, mi amor, he sido un idiota. Estos tres años sin ti han sido un infierno. Cásate conmigo".
La presión en la sala era asfixiante. A mi lado, su hermana, Elena, me agarró del brazo. "Sofía, por favor. Javier ha sufrido mucho. Te ha echado de menos cada día".
Su padre, un hombre corpulento con la cara curtida por el sol de sus fincas ganaderas, asintió con gravedad. "Muchacha, mi hijo te ha perdonado. Es hora de que vuelvas a casa, donde perteneces".
¿Perdonarme? ¿Perdonarme por qué?
¿Por huir después de que él me traicionara, robara mi trabajo y se quedara mirando mientras su nueva amante y su familia destruían mi carrera y mi cuerpo?
Una risa fría y amarga amenazó con escaparse de mis labios, pero la contuve.
Los miré a todos, a la familia Montero en pleno, con sus caras expectantes y sus sonrisas condescendientes. Esperaban que llorara, que cayera en sus brazos, agradecida por su magnanimidad.
No conocían a la mujer en la que me había convertido.
Levanté mi mano izquierda, no para aceptar el anillo, sino para mostrarles el que ya llevaba. Una simple banda de platino, pero más sólida y real que cualquier promesa que Javier hubiera hecho jamás.
"Lo siento, Javier", dije, mi voz clara y firme, cortando el aire espeso. "Llegas tres años tarde".
"Y ya estoy casada".