La palabra "esposa" resonó en el tablao. Javier se recompuso, su humillación transformándose en una ira impotente.
"¿Tu esposa?", se burló, intentando recuperar algo de su perdida dignidad. "Esta mujer era mía. Íbamos a casarnos".
Se volvió hacia mí, su voz llena de un patetismo que me revolvió el estómago. "Sofía, ¿qué es esto? ¿Este... futbolista? ¿Cambiaste a un Montero por un tipo que patea una pelota?".
Antes de que yo pudiera responder, Mateo dio un paso adelante, protegiéndome sutilmente con su cuerpo. Su calma era más aterradora que cualquier grito.
"Pateo una pelota bastante bien", dijo Mateo con una sonrisa helada. "Lo suficiente como para comprar y vender toda tu ganadería sin siquiera revisar mi cuenta bancaria. Pero eso no es importante. Lo importante es que estás molestando a mi familia".
Javier palideció. La amenaza, aunque velada, era inconfundible. El poder de Mateo no era solo físico; su influencia mediática y financiera podía destruir la carrera de un torero, una profesión que dependía tanto de la imagen y los patrocinadores.
"No sabes nada de nosotros", espetó Javier, desesperado.
"Oh, sé más de lo que crees", respondí yo, dando un paso al frente. Era hora de terminar con esto. "Sé que me prometiste el mundo mientras te acostabas con Isabela a mis espaldas".
Un jadeo colectivo recorrió a la familia Montero.
"Sé que le diste acceso a mis ensayos privados para que pudiera robar mi coreografía, la obra que iba a ser mi consagración".
La cara del padre de Javier se ensombreció. La competición de la Feria de Abril era sagrada en el mundo del flamenco.
"Y sé", continué, mi voz bajando a un susurro mortal, "que te quedaste parado en lo alto de esas escaleras. Viste a sus primos empujarme. Escuchaste el chasquido de mi tobillo. Y no hiciste absolutamente nada mientras mi futuro se hacía añicos en el suelo".
El silencio era total. Cada persona en ese tablao estaba colgada de mis palabras. La narrativa de Javier, la del amante abandonado y sufriente, se estaba desintegrando en tiempo real.
Javier me miró, con verdadero pánico en sus ojos por primera vez. "Sofía, yo... yo estaba en shock. No supe qué hacer".
"Exacto", dije fríamente. "Nunca sabes qué hacer, excepto lo que te conviene. Salvar tu imagen. Proteger tu apellido".
Mateo sacó su teléfono. Con una tranquilidad pasmosa, marcó un número.
"Hola, Ricardo, soy Mateo", dijo, su voz casual pero con un filo de acero. "Sí, estoy en Sevilla. Resulta que tengo una historia muy interesante para la portada de mañana. Tiene que ver con Javier Montero y un pequeño escándalo de plagio y agresión de hace tres años. ¿Te interesa?".
Javier se quedó blanco como el papel. El sudor perlaba su frente. Vio su carrera, su nombre, su legado, todo a punto de ser demolido por una simple llamada telefónica.