El silencio que siguió a mis palabras fue más ruidoso que cualquier aplauso. La cara de Javier pasó de la esperanza a la confusión, y luego a la incredulidad.
"¿Qué? No... no es gracioso, Sofía".
Su hermana soltó mi brazo como si quemara. "¡Imposible! ¿Con quién? ¿Quién se casaría con... contigo?".
La implicación era clara: una bailaora caída en desgracia, con una reputación manchada.
Javier se levantó, su rostro una máscara de furia herida. "Estás mintiendo. Lo dices para hacerme daño".
"¿Hacerte daño, Javier?", respondí, y esta vez no pude reprimir la ironía. "Créeme, lo último que me importa en este mundo es hacerte daño".
La multitud murmuraba, los teléfonos móviles ya estaban levantados, grabando el drama. La humillación pública que él había planeado como un gesto romántico se estaba volviendo en su contra.
"Sofía, por favor", suplicó, su arrogancia desmoronándose. "Hablemos en privado".
Intentó agarrarme del brazo, arrastrarme lejos de las miradas curiosas. Pero una mano grande y firme se interpuso, deteniendo su avance con una calma intimidante.
"Creo que la señora ha dicho que no".
La voz era profunda, con un ligero acento que no era de Sevilla. Todos nos giramos.
De pie, justo detrás de mí, estaba Mateo. Mi Mateo. El hombre que el mundo conocía como "El Martillo", el delantero estrella del Real Madrid, el ídolo de millones. Llevaba una simple camiseta negra y vaqueros, pero su presencia llenaba la habitación. Y en sus brazos, durmiendo plácidamente contra su hombro, estaba nuestro hijo, Leo.
El shock en el tablao fue eléctrico. Los murmullos se convirtieron en jadeos audibles. Los flashes de los teléfonos se multiplicaron, cegadores.
Javier se quedó paralizado, mirando de Mateo a mí, y luego al bebé. Su cerebro parecía incapaz de procesar la escena.
"¿Quién... quién eres tú?", balbuceó Javier, mirando a Mateo con desprecio.
Mateo ni siquiera se dignó a mirarlo. Sus ojos, cálidos y preocupados, estaban fijos en mí. "¿Estás bien, mi amor? Leo se despertó y no te encontraba".
Ignoré a Javier por completo. Me acerqué a Mateo y besé la frente de nuestro hijo. "Estoy bien. Solo un viejo conocido causando problemas".
Javier se tambaleó hacia atrás, como si le hubieran dado un puñetazo. La realidad de la situación finalmente lo golpeó con la fuerza de un tren.
"No... no puede ser", susurró.
Mateo finalmente posó sus ojos en él, una mirada fría y analítica. "¿Tienes algún problema con mi esposa?".