Renací en el momento más importante de mi último año de instituto, justo frente a la oficina de secretaría. El aire olía a papel viejo y a las ansias de cientos de estudiantes. Estaba aquí para inscribirme en la Selectividad, el examen que definiría mi futuro.
En mi vida pasada, este día había sido perfecto.
Mateo, mi futuro marido, y Hugo, mi mejor amigo, se habían inscrito conmigo. Los tres, inseparables, fuimos juntos a la Universidad Complutense de Madrid. Vivimos una vida feliz, llena de amor y lealtad, hasta que morí de vieja, rodeada por ellos.
Ahora, con una segunda oportunidad, mi corazón latía con la misma esperanza. Esperaba ver sus caras sonrientes, listos para repetir nuestro destino juntos.
Pero la vida tenía otros planes.
Vi a Mateo y a Hugo entrar en la secretaría. Eran tan brillantes y guapos como los recordaba. El jefe de estudios los saludó con una palmada en la espalda.
"¡Mateo, Hugo! Con vuestras notas, la Complutense os espera con los brazos abiertos. ¿Qué vais a estudiar?"
Sonreí, esperando su respuesta.
Pero la respuesta que dieron no fue para mí.
"Este año no nos presentamos, señor director", dijo Mateo con una seriedad impropia de su edad. "Vamos a repetir el curso".
El director se quedó perplejo. "¿Repetir? ¿Con vuestro expediente? Es una locura".
Hugo asintió, su mirada fija y decidida. "Es por una compañera. Por Carla. Suspendió y necesita nuestra ayuda para el año que viene. No podemos dejarla sola".
Carla.
El nombre resonó en mi cabeza como una campana fúnebre. En mi vida anterior, Carla era una figura borrosa, una compañera con malas notas que murió trágicamente por una sobredosis después de suspender la Selectividad. Su muerte nos afectó, pero solo como una sombra lejana, una lástima pasajera.
Ahora, en esta nueva vida, esa sombra se había convertido en el centro de sus universos.
Sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. El murmullo de la secretaría se desvaneció. Solo existía el eco de sus palabras, una traición que me atravesaba el alma.
Ellos, mis dos personas más queridas, atormentados por una culpa de una vida que solo yo recordaba, habían decidido sacrificar su futuro, nuestro futuro, por ella.
Me miraron. En sus ojos no había amor, solo una fría determinación. Me veían como un obstáculo, alguien que no podía comprender su noble "misión".
No dije nada. Di media vuelta y salí de allí, con el corazón hecho pedazos pero con una extraña y nueva claridad. El dolor era agudo, pero la decisión fue instantánea.
No iba a rogarles. No iba a repetir un curso por ellos. No iba a ser la segunda opción de nadie.
Esa misma tarde, encerrada en mi habitación, no lloré. En lugar de eso, cogí el teléfono y marqué un número internacional.
"¿Prima?", dije con la voz firme. "¿Sigue en pie tu oferta de ir a Mendoza?".
Al otro lado de la línea, la voz de mi prima sonó cálida y alegre. "¡Claro que sí, Sofía! El viñedo y la universidad te esperan. ¿Cuándo vienes?".
Miré por la ventana, hacia un futuro que de repente era solo mío.
"En cuanto termine la graduación. Pero es un secreto. No se lo digas a nadie de aquí".
Colgué el teléfono. Mi vida anterior se había acabado. Una nueva, lejos de ellos, acababa de empezar.