Los días antes de mi partida se arrastraron con una tensión insoportable. Evité a Mateo y a Hugo, pero sabía que la confrontación final era inevitable.
Llegó una tarde, cuando estaba terminando de meter las últimas cosas en mi maleta. Llamaron a mi puerta con insistencia. Eran ellos.
Sus caras estaban contraídas por la ira. No hubo saludos, ni preámbulos.
"Sofía, ¿dónde están los apuntes que le prestaste a Carla?", espetó Mateo.
Lo miré, confundida. "¿Qué apuntes?".
"¡No te hagas la tonta!", gritó Hugo, dando un paso adelante. "Los apuntes de historia. Carla dice que se los diste y ahora han desaparecido. ¡Tenía un examen de práctica mañana!".
Detrás de ellos, vi a Carla asomando la cabeza por el pasillo. Tenía los ojos llorosos y se mordía el labio, la viva imagen de la víctima inocente. Era una actriz brillante. Sabía perfectamente que ella misma los había escondido o destruido para culparme.
Estaba cansada. Tan increíblemente cansada de sus juegos, de su ceguera, de su estúpida misión de salvadores.
No iba a discutir. No iba a defenderme. Ya no merecían ni una sola palabra de mi energía.
En silencio, me di la vuelta, abrí el cajón de mi mesilla y saqué un sobre. Se lo puse en la mano a Mateo.
Él lo abrió con brusquedad. Dentro estaba mi billete de avión. Solo de ida. Destino: Mendoza, Argentina.
Se quedaron paralizados. Por un instante, vi la incredulidad en sus rostros. Pero fue reemplazada casi de inmediato por una arrogancia despectiva.
"¿Argentina?", se burló Mateo, agitando el billete como si fuera basura. "¿De verdad crees que nos vamos a tragar este drama? ¿Qué intentas conseguir con esto, Sofía? ¿Llamar la atención?".
Hugo soltó una risa amarga. "Es patético. Crees que si te vas, correremos detrás de ti. Madura un poco".
Me miraron, esperando que me derrumbara, que suplicara, que admitiera que todo era una farsa.
"Volverás arrastrándote en un par de semanas", sentenció Mateo, tirando el billete al suelo. "Cuando se te acabe el dinero para tus caprichos. Y entonces, hablaremos".
Se dieron la vuelta, satisfechos de sí mismos, y se marcharon para consolar a la pobre y desvalida Carla.
Yo me quedé allí, mirando el billete de avión en el suelo. No sentí dolor, ni tristeza. Solo una inmensa sensación de alivio.
Me agaché, recogí mi futuro del suelo y lo guardé con cuidado en mi bolso.
Cerré la puerta de mi habitación y, con ella, la puerta a mi vida pasada. No volvería. Nunca.