Mateo no me juzgó. Al día siguiente, apareció en la finca con una carpeta de cuero.
"Aquí están, Sofía. He hablado con un buen abogado. Él se encargará de todo."
Miré los papeles sobre la mesa de la cocina. "Divorcio". La palabra parecía extraña, extranjera. Durante diez años, mi identidad había sido "la señora Vargas".
"¿Estás segura?", preguntó Mateo suavemente.
Asentí. "Más que nunca."
Alejandro llegó a casa esa noche. Me encontró en el salón, con la carpeta sobre mi regazo.
"¿Qué es eso?", preguntó, dejando su maletín.
"El futuro", respondí, y le tendí los papeles.
Los tomó, los abrió y una expresión de incredulidad cruzó su rostro. Luego, se rio. Una risa fría y sin alegría.
"¿Un divorcio? ¿Tú? No seas ridícula, Sofía."
"No es una broma, Alejandro. Quiero el divorcio."
"Los Vargas no se divorcian. Mancharías el nombre de la familia. El nombre que te di."
"Este nombre ha sido una jaula. Y ya no quiero vivir en ella."
Se acercó a mí, su sombra cubriéndome. Su voz se volvió un susurro amenazante.
"Tú no eres nada sin mí, Sofía. Eres la hija del capataz. Volverás a no tener nada. ¿Es eso lo que quieres?"
"Prefiero no tener nada a seguir teniéndote a ti."
Me miró con furia, como si viera a una extraña. Por primera vez en diez años, no bajé la mirada. Lo sostuve, sintiendo cómo el miedo era reemplazado por una fría determinación.
"Esto no va a pasar", dijo, y arrojó los papeles a la chimenea. "Ahora, ve y prepárame la cena. Tengo hambre."
Se dio la vuelta y subió las escaleras, dando por zanjada la conversación.
Pero yo no me moví. Miré las cenizas de los papeles y supe que esto solo era el principio.