El polvo que levantó el camión todavía flotaba en el aire cuando corrí a buscar a Sofía. Era la hermana pequeña de Mateo, pero su corazón siempre había estado más cerca del mío. La encontré en su casa, tejiendo una pequeña manta para el bebé.
"Sofía, tienes que ayudarme", le dije, sin aliento. "Tienes que hacer que vuelvan."
Le conté la pesadilla, la certeza helada en mi pecho. Sus ojos se llenaron de miedo. Ella me creyó. Siempre lo hacía.
"Iré a hablar con él", dijo, dejando la manta a un lado. "No puede ser tan necio."
Pero lo era.
Esperé en la entrada del pueblo, rezando. Media hora después, Sofía volvió. Sola. Con la marca roja de una mano en su mejilla. Las lágrimas corrían por su rostro.
"Dijo... dijo que tú me lavaste el cerebro", sollozó. "Me acusó de conspirar contigo para avergonzarlo. Me golpeó, Isabela. Mi propio hermano me golpeó."
La abracé, mi propia rabia mezclándose con la desesperación. Mateo no solo nos había traicionado, se había convertido en un monstruo.
No había más opciones. Si la ayuda no venía a nosotros, yo iría a buscarla.
"Cuida de las demás", le dije a Sofía, mi voz sonando extrañamente calmada. "Llévalas a la iglesia. Es el lugar más seguro. Atranquen la puerta."
Corrí a casa. En el establo, solo quedaba nuestra vieja mula, Rocinante. Mi padre solía decir que era más terca que un político, pero también más leal. Le puse la silla de montar con manos temblorosas.
El camino a San Miguel, el pueblo aliado más cercano, era un sendero de cabras que serpenteaba por el filo de la montaña. Peligroso en el mejor de los días. Para una mujer embarazada, era una locura.
Pero el miedo a mi visión era más grande que el miedo a la montaña.
Monté a Rocinante y me adentré en la selva. El sol comenzaba a calentar, pero la sombra de los árboles mantenía el camino húmedo y resbaladizo. Cada paso de la mula era un riesgo calculado. Mi vientre se tensaba con cada sacudida.
"Aguanta, mi niño", susurré, acariciando mi barriga. "Mamá nos va a salvar."
Había avanzado quizás dos kilómetros cuando escuché el sonido de otro animal detrás de mí. Mi corazón dio un vuelco. ¿Tan pronto?
Me giré, esperando ver el rostro de un asesino.
Pero era Javier. El segundo al mando de Mateo, su sombra más fiel. Su rostro, normalmente amable, estaba cerrado y severo.