Mis Hermanos Crueles
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Capítulo 1

La carta de la Real Academia de Danza de Madrid llegó en una mañana soleada. El sobre blanco, con su sello real, brillaba bajo el sol de Sevilla, y dentro estaba mi futuro: una beca completa.

Era todo lo que siempre había soñado, el reconocimiento a años de sacrificio, de sudor y de dolor silencioso.

Pero en mi casa, mi sueño era la pesadilla de otra persona.

Mi hermano mayor, Máximo, me arrebató la carta de las manos. Sus dedos la arrugaron.

"¿Cómo te atreves?", siseó, con los ojos llenos de una furia que no entendía.

A su lado, mi hermana adoptiva, Sofía, se secaba una lágrima falsa.

"No es nada, Máximo. Elena se lo merece. Ella es la verdadera prodigio. Yo... yo no soy nadie".

Su voz era un susurro lastimero, diseñado para avivar el fuego en el corazón de mi hermano.

Máximo la rodeó con sus brazos, protector.

"No digas eso, Sofía. Tú eres la que tiene el verdadero duende. Ella te lo ha robado. Te ha robado tu suerte, tu futuro, ¡todo!".

Miré a mi hermano, el mismo que de niños me curaba las rodillas raspadas y me contaba cuentos para dormir. Ahora me miraba como si fuera una extraña, una ladrona.

"Máximo, ¿de qué estás hablando? Es solo una beca".

"¡No es 'solo una beca'!", gritó, lanzando la carta arrugada al suelo. "¡Era la oportunidad de Sofía! ¡Tú se la has quitado, igual que le robaste la salud!".

La mención de la enfermedad me dejó helada. Sofía, desde que llegó a nuestra casa, había afirmado tener la misma rara enfermedad sanguínea que yo, hemofilia. Una mentira que usaba para acaparar toda la atención y el cuidado, especialmente el de Máximo.

"Eso no es verdad", dije, con la voz temblorosa. "Tú sabes que yo soy la que está enferma. Mamá y papá te lo explicaron mil veces".

Sofía sollozó más fuerte, escondiendo el rostro en el pecho de Máximo.

"Es que... ella siempre consigue lo que quiere. Y yo... yo solo quería una oportunidad para demostrar que también valgo, aunque no sea tan fuerte como ella".

La manipulación era tan obvia, tan burda, pero Máximo estaba ciego.

Se giró hacia mí, con una decisión aterradora en la mirada.

"Tú no irás a Madrid. Tu duende le pertenece a Sofía. Y yo me encargaré de que lo recuperes".

Esa noche, cuando la casa estaba en silencio, me obligó a subir a su coche.

"¿A dónde vamos?", pregunté, con el miedo creciendo en mi pecho.

"A un lugar donde se arreglan las injusticias", respondió, con la voz vacía de toda emoción. "Vamos a devolverle a Sofía lo que es suyo".

            
            

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