Justo cuando llegábamos a la entrada de urgencias, el teléfono de Javier sonó.
Era Valentina.
"¿Qué pasa, Valen? ¿Estás bien?"
Su voz se llenó de una preocupación que nunca me dedicaba a mí.
Escuché la voz de ella, llorosa y débil.
"Javier, me he caído en el baño. Me duele mucho el tobillo. Creo que está roto."
Javier frenó en seco.
Mi cabeza se golpeó contra el salpicadero.
"¡Auch!"
Él ni siquiera me miró.
"¿Ves? Por tu culpa ahora está herida de verdad. ¿No puedes ni sentarte quieta?"
Me quedé sin palabras.
"Voy para allá, Valen. No te muevas."
Colgó el teléfono y se giró hacia mí.
"Bájate del coche."
"¿Qué? Pero si me ibas a llevar a urgencias."
"Valentina me necesita más. Tú puedes esperar. O coge un taxi."
Su indiferencia me heló la sangre.
"Soy tu esposa, Javier."
"¡Y ella es la mujer que casi se rompe un tobillo por tu culpa!" gritó. "¡Ella es frágil! ¡Tú puedes cuidarte sola!"
Lo miré como si fuera un extraño.
Y en ese momento, me di cuenta de que lo era.
No conocía a este hombre. El Javier que yo cuidé, el hombre agradecido que me llamó "su luz", había desaparecido.
O quizás nunca existió.
Quizás solo fue una ilusión.
Abrí la puerta y me bajé del coche.
Él arrancó y se fue sin siquiera mirar por el retrovisor.
Me quedé sola en la acera, bajo la lluvia fina que seguía cayendo.
El hospital estaba a pocos metros, pero se sentía a kilómetros de distancia.
Nuestro matrimonio era una farsa.
Una broma de mal gusto.
Una furgoneta se detuvo a mi lado.
La ventanilla del copiloto bajó.
"¿Sofía? ¿Eres tú?"
Un hombre joven me miraba con preocupación.
Era guapo, de una forma amable y familiar.
"¿Necesitas que te lleve a algún sitio? No tienes buen aspecto."
Lo miré más de cerca.
Esa cara...
Era el vivo retrato de Mateo.