"Tenemos que salir de aquí," le dije a mi madre, arrastrándola hacia la parte trasera de la casa.
Los sicarios ya estaban dentro, sus voces ásperas resonaban en el gran salón. Rompían todo a su paso.
"¿A dónde vamos, hijo?"
"A la bodega vieja. Hay un pasadizo."
Mi bisabuelo lo construyó durante la Revolución. Nadie, excepto yo y mi padre, sabía de su existencia. Ni siquiera Isabela, que siempre estaba demasiado ocupada con las relaciones públicas para aprender los secretos de la tierra que le daba de comer.
Empujé un falso barril de tequila y una puerta de piedra se abrió con un chirrido.
"Entra, mamá. Rápido."
La empujé adentro y empecé a cerrar la puerta.
"¿Y tú?" preguntó ella, su voz temblando.
"Tengo que distraerlos. Y llamar a la Policía Federal. No te muevas de aquí por nada del mundo."
Cerré la puerta y corrí en la dirección opuesta, haciendo todo el ruido posible. Grité, tiré una estantería de libros. Funcionó. Escuché sus pasos pesados persiguiéndome.
Mientras corría, saqué mi teléfono y marqué el número de emergencias.
"Hay un ataque en la Hacienda 'El Milagro'," dije sin aliento. "Necesitamos ayuda. Sicarios."
"Entendido. La unidad más cercana está a cuarenta minutos. ¿Puede darnos su ubicación exacta dentro de la propiedad?"
Cuarenta minutos. En mi vida pasada, tardaron una hora. Cuarenta minutos era una eternidad, pero era mejor que nada.
Les di las coordenadas mientras esquivaba los muebles. Me dirigía hacia la salida trasera, la que daba a los campos de agave.
Fue entonces cuando uno de ellos me vio.
Un disparo.
Un dolor agudo me quemó el hombro. Caí al suelo, el teléfono se me resbaló de la mano. Otro disparo rozó mi pierna.
El dolor era intenso, pero el recuerdo de la sonrisa de Isabela era peor. Me obligué a ponerme en pie. Tenía que alejar a estos hombres de mi madre.